Ha muerto el Partido Liberal. Humberto de la Calle obtuvo un poco menos de 400.000 votos, un 2% del total. Este es el peor resultado de un candidato presidencial en la historia del partido político más antiguo de Colombia. Al interior, el partido está dividido y ha perdido su derrotero. Por primera vez, no pasó el umbral y no tendrá derecho a la financiación estatal por concepto de reposición de votos. Es una institución en quiebra financiera, ideológica y moral.

Muchos han culpado a César Gaviria y pedido su renuncia. Lo acusan de torpedear una posible alianza con Sergio Fajardo que hubiera podido pasar a segunda vuelta; una tercería alejada de los extremos. Y como director del partido y jefe de sus destinos de alguna forma u otra desde 2005, le cabe buena parte de la responsabilidad.

Pero de la Calle no está exento de culpas. La consulta en octubre fue innecesaria e impopular. Se dejó contar antes de tiempo y amarrar en una camisa de fuerza que no le permitió hacer alianzas. No logró unir ni convencer a su propio partido. Tampoco a los ciudadanos de inclinaciones liberales. Su alianza con Clara López fue un fracaso en un ambiente de rechazo a la política tradicional y ansias de cambio. Y su discurso no trascendió más allá de la paz cuando era claro que otras preocupaciones había pasado al primer plano para la mayoría (irónicamente, gracias a él).

Pero la caída del liberalismo colombiano viene de tiempo atrás. El Partido Liberal lleva décadas siendo más «partido» que «liberal». Se podría decir que su declive ideológico comenzó cuando Rafael Nuñez y la Constitución de 1886 tumbaron las amplias libertades civiles y autonomías regionales consignadas en la Constitución de Rionegro de 1863, una carta magna verdaderamente liberal y progresista, de avanzada en esos tiempos e incluso en los nuestros.

Desde entonces, y a lo largo de décadas, el Partido Liberal ha sido gradualmente cooptado por el socialismo, a tal punto que llegó a definirse a sí mismo como una «coalición de matices de izquierda«. A medida que el respaldo popular se convirtió en el derrotero de la colectividad, ésta fue abandonando la idea central de que la libertad individual es la mejor fórmula para fomentar el progreso social y que el rol del estado es garantizar el libre accionar de los ciudadanos y mantener el orden, como un árbitro imparcial, para que el ejercicio irresponsable de la libertad no vulnere los derechos de los demás.

Desde López Michelsen hasta Ernesto Samper, el liberalismo fue perdiendo su faro ideológico. Seducido por los cantos de sirena de la época, fue flotando hacia las orillas del populismo de izquierda. A tal punto, que se afilió en la Internacional Socialista, entidad que representa un concepto respetable, pero que en franca lid es la antítesis del liberalismo.

Más adelante, la presidencia de Samper dejó en quiebra moral al Partido, dejando su credibilidad malherida hasta el día de hoy. Pero en lugar de dar un paso al costado, el ala socialista que él lideraba se atrincheró en la dirección, postulando a Horacio Serpa como candidato presidencial en 1998. Por esa decisión, Cambio Radical surgió como la primera disidencia liberal y Serpa perdió frente a Pastrana en un claro rechazo de la mayoría hacia esa dirección del partido.

A los cuatro años, ante el meteórico ascenso de Álvaro Uribe en 2002, el oficialismo ignoró el resurgir de conceptos liberales como lo son un estado limitado, una justicia despolitizada y que no legisle desde el banquillo, la importancia de la seguridad y el orden para poder vivir libremente, y la necesidad de tener reglas claras y estables para fomentar la confianza inversionista. Inconforme, otra parte del liberalismo se fue con Uribe en la segunda disidencia: el Partido de la U.

Este fue un punto de quiebre. En lugar de entender que los colombianos querían volver a una visión clásica del liberalismo y de ayudar Uribe (quien había militado toda su vida en el Partido Liberal) a materializarla, el oficialismo siguió anclado en el socialismo. Ahí, el liberalismo perdió a dos caras. Por un lado, Uribe se llevó la defensa de las libertades económicas. Por el otro, la izquierda se llevó de la defensa de las libertades civiles para fundar el Polo Democrático Alternativo: la tercera disidencia.

Fue así, bajo la dirección de Horacio Serpa, que el Partido Liberal finalmente pasó a ser “ni chicha, ni limonada”. Serpa volvió a perder en el 2006. Desde entonces, un liberalismo atomizado ha seguido perdiendo terreno a diestra y siniestra frente al Centro Democrático, Cambio Radical, el Partido de la U, la Alianza Verde y el Polo (incluyendo las distintas disidencias con las que Petro quizo desmarcarse del carrusel de la contratación en Bogotá).

Ha muerto el Partido Liberal. La colectividad política más antigua de Colombia y, otrora, una de los más prestigiosas de las Américas, ha quedado reducida a una casa caída en la Avenida Caracas de Bogotá, llena de viejos egos y de ideas desgastadas. Pero el liberalismo es mucho más que lo que diga un Gaviria, un Samper, un Serpa o incluso un Galán (a pesar de que este último haya sido quien más cerca estuvo de revivir la confianza en el partido). El liberalismo no es una casa sino una causa.

Ante todo, el liberalismo es un conjunto de principios y una actitud de vida; un compromiso con la idea central de que la libertad individual es la mejor forma para garantizar la realización de cada proyecto de vida y el progreso social. Es comprender que la libertad económica es esencial para facilitar las libertades civiles. Es una forma de entendernos con los demás, sin imponerles nuestras ideas. Es reconocer que nuestros derechos llegan hasta donde afectan los derechos ajenos. Es proteger los derechos fundamentales de las minorías contra los posibles atropellos de mayorías pasajeras. Es un seguro contra la tiranía de los extremos. Es el respeto a la ley y las instituciones. Es un justo balance entre la libertad y el orden. Es la mejor garantía de que una sociedad diversa puede vivir en paz.

Vivimos en tiempos en los cuales, alrededor del mundo y en nuestra región, están surgiendo neo-populismos y neo-nacionalismos autócratas que amenazan con destruir los avances de la democracia liberal y las libertades individuales con falsas promesas de un bienestar garantizado.

Venezuela es nuestro más cercano ejemplo, pero no el único. Están también los casos de Nicaragua, Bolivia y Ecuador. Lo más preocupante es que estos neopopulismos manipulan el lenguaje y posan de liberales y de demócratas para elegirse, pero luego terminan usando la democracia para destruir la libertad. La amenaza para Colombia es real y latente. Por eso, el liberalismo es más necesario y está más vigente que nunca. ¡Qué viva el liberalismo!

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