Vivo y trabajo en el centro de Bogotá. Y vivo en uno de los sitios más agradables con los que cuenta esta ciudad: el Bosque Izquierdo.
De ahí al Instituto Caro y Cuervo donde laboro, son apenas 14 cuadras que a las 6:00 de la mañana uno caminaba sin preocupación. Como se dan cuenta, digo caminaba, porque ya hace algo más de un año, este simple ejercicio a las 6:00 de la mañana se volvió todo un ‘deporte extremo’ de alto riesgo. Comienzo contándoles que el primer gran temor se siente y se respira en el puente de la 26 con quinta, el que desemboca en la Biblioteca Nacional. Desde esa hora, varios habitantes de la calle consumen bazuco, agazapados dentro de su vicio. Y mientras miran pasar a la poca gente que transita por el lugar, uno se pregunta: ¿Será que cuando se les acaben las ‘bichas’ buscarán una víctima para conseguir la plata necesaria para conseguir más? y ¿podré ser yo, la próxima víctima?
Luego de esa primer encuentro, ya en la 26 con quinta, uno debe decidir por dónde proseguir el camino: ¿Será por la cuarta? ¿Será por la quinta? o ¿será por la séptima? Ya no se puede. El espectáculo es idéntico al descrito anteriormente, solo que más largo y azaroso el camino. Usted encuentra sobre cualquiera de estas tres carreras numerosos habitantes de la calle solos o en corrillos, haciendo lo mismo. Es como si después de una extensa ‘jornada laboral’, llegaran a su casa que no es otra que las frías calles sin vigilancia alguna del centro de la ciudad. También los verá dormir bajo los alares de los edificios y seguramente también se preguntará por las tan cacareadas políticas de inclusión y bienestar para los más necesitados que parecen no tocar el centro.
Y es que el abandono y la dejación se sienten a cualquier hora del día, todos los días, con sus picos altos y bajos. Si usted es de los que les gusta caminar, puede que termine exasperado al hacerlo por la séptima. Los vendedores ambulantes se toman prácticamente las aceras y las calles con enormes telas donde exhiben sus mercancías, dejando un reducido y estrecho paso para los peatones. Pero también están los carros que venden alimentos, con el olor del aceite o la manteca quemados que usan una y otra vez para los fritos, los saltimbanquis, las estatuas humanas, los del chiste ramplón, bajo y malintencionado que sobrevive ridiculizando el caminado, el peinado, la mujer…, el ruido ocasionado por los vendedores de memorias y discos piratas a todo volumen, los grupos musicales (algunos buenos) que amplifican su música, el perifoneo de almacenes, los pitos y los gritos de la venta de camisetas de equipos de fútbol, las velocidades utilizadas por los ciclistas que andan en zigzag perenne… Y a todo esto súmele el olor nauseabundo que a su paso dejan habitantes de la calle que aparte de dormitorio han convertido las calles que desembocan sobre la séptima en baños públicos y todo esto ante la mirada impávida de las autoridades y el desespero del comercio formal que se siente arrinconado y acorralado a pesar de pagar impuestos, servicios, personal y vigilancia. Ahora, intente hacer este ejercicio en los fines de semana. Peor aún, pues a lo antes descrito hay que encimarle el gran mercado de las pulgas que también se esparce por todos los costados del centro de la ciudad.
También es cierto que con una puntualidad casi que inglesa, pasan los carros recogedores de basura y los escobitas barriendo los desperdicios que la gente arroja al suelo. Pero cuándo entenderán que eso no basta. Que para desparecer los olores, las manchas de grasa, los chicles pegados, también son necesarios el agua y el jabón.
Ahora, si le interesan los planes culturales en teatros y auditorios como el Colón, el Jorge Eliécer Gaitán o la Luis Ángel Arango, entre otros, el problema está a la salida del espectáculo. Si no tiene carro, usted lo piensa dos veces antes de bajar a la décima o de caminar más allá de la 19, pues aunque no lo crean, la séptima entre calles 19 y 26 después de las 9:00 de la noche es tierra de nadie. Hace algunos años, las salas de cine existentes en el centro, por lo menos le daban un poco más de luz a las calles, pero ya no quedan salas de cine en el centro, excepto el Embajador y una sala X, que cierran sus puertas temprano. Ni la pastelería Florida se salva del miedo. Hubo una época en que se podía llegar a ella y disfrutar de sus servicios hasta las 11:00 de la noche. Pero eso era antes.
Cientos de personas trabajan en oficinas y despachos públicos y privados ubicados en el centro de Bogotá. Está la sede de la presidencia, ministerios, universidades, institutos, bancos, almacenes, etc., pero a nadie parece importarle, solamente a los hampones que después de las horas, cuando la noche cae y las rejas están aseguradas con sus respectivos candados y alarmas, son la verdadera autoridad en la zona.
Y si creen que exagero, ahí les dejo un artículo escrito por Carol Malaver, periodista de El Tiempo el pasado 8 de diciembre:
Edificio del Icfes se convirtió en una ‘olla’
http://www.eltiempo.com/bogota/habitantes-de-calle-en-bogota/16452346