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Por fin a un poeta callejero se lleva el premio

Bob Dylan

Fotografía: Frank Micelotta, Invision Via AP

Dormía esta mañana, como si en vez de jueves fuera un plácido domingo, cuando un insistente sonido proveniente de mi teléfono se coló entre mis sueños. Cuando logré despertarme, un amigo mío que vive al otro lado del mundo cantaba, o eso intentaba hacer, con una reconocible voz enredada por una lengua entre pastosa, aguardentosa, titubeante y arrastrada por el fango de muchos brindis, una tonada que siempre fue y será como un santo y seña: Like a Rolling Stone. El caballero colgó y yo aún no entendía qué arranque lo había llevado a marcar mi número y lanzar esas notas tan pronto como le contesté, para luego suspender la comunicación como si nada lo hubiese motivado a hacerla. Cuando me llamó o yo logré contestarle —no sé bien cuál de las dos—, ya eran las 5 de la mañana hora local y Europa se acercaba al mediodía. Rápidamente entré a San Google, y ahí estaba la razón de tanto alboroto y alborozo: a Bob Dylan le habían concedido el Nobel de Literatura.

Esta es una de esas noticias que erizan la piel y lo impulsan a uno a levantarse de la cama como un resorte, prender el equipo de sonido, poner su música, exorcizar demonios y sonreír plácidamente. No es para menos. Para muchos, Dylan es un amigo más. Un compinche de muchas celebraciones. Alguien que siempre ha estado presente en las buenas y en las malas, así no se lo conozca personalmente. Su música marcó el paso de mi generación y marca aún el de varias otras. Hay canciones suyas que han resistido el paso del tiempo y son interpretadas o “versionadas” por las nuevas sangres de la música como himnos o mantras sagrados que vuelven a contagiar a miles de millones para que el círculo vuelva a girar como si de acetatos se tratara. Nada ha logrado contar los grandes cambios que se dieron en el siglo xx como lo hacen las canciones de Dylan y como siguen haciéndolo en este xxi.

Nunca dejarán los premios Nobel de Literatura o de Paz de estar envueltos en la polémica. Nunca. Pero ¡qué le va a importar eso a Dylan, si él siempre ha estado metido en el ojo del huracán! ¿Cuántos no se rasgaron las vestiduras y lo tildaron de vendido cuando pasó de lo acústico a lo eléctrico? Luego de grabar Like a Rolling Stone soportó las críticas de la izquierda y las rechiflas de otros lados. Se lo tomó como un mesías al desatarse la insurgencia juvenil de los 60, sin él pretender semejante título, pues se hizo el sordo ante todos aquellos que le reclamaban que tomara de nuevo en sus manos la bandera de la rebelión. No lo hizo, pero sí sentó su voz de protesta con canciones que fustigaban la injusticia social o racial.

Pero había más: el Antiguo Testamento había formado parte de su cultura (es judío de nacimiento), y tuvo su romance sionista cuando visitó Israel, pero hacia finales de la década de los setenta del siglo pasado entró de lleno en lo que hoy se podría llamar un “cristianismo fundamentalista”, y sus discos se transformaron en himnos de poderosa factura en que llovían azufre y castigo eterno para los descreídos, lo que él reforzaba a punta de sermones interminables que vociferaba cual orate desde los micrófonos de sus presentaciones en vivo, para mayor confusión del escaso público que lo seguía por aquel entonces.

Fue seguramente esa apatía lo que lo hizo desistir de sus intenciones evangelizadoras, y volvió de nuevo al redil, de la mano de productores exigentes que buscaron la manera de atraerle feligreses. También padeció una aterradora sequía compositiva de la que logró salir cuando en los ochenta puso en marcha su Never Ending Tour (Gira sin Fin) que aún hoy en día lo ocupa, picado por la gran acogida que logró con The Traveling Wilburys, la superbanda que de manera casi accidental había formado junto a George Harrison, Tom Petty, Jeff Lyne y Roy Orbison.

En 1997 sacó al mercado Time Out of Mind, a los pocos meses de superar una pericarditis que casi se lo lleva, y cosechó el Grammy al mejor disco del año. Y desde entonces no deja de sorprendernos, como cuando, desde el 3 de mayo de 2006 hasta el 15 de abril de 2009, presentó y dirigió cien ediciones exactas de un programa de radio por satélite al que llamó Theme Time Radio Hour, sin dejar de grabar y producirse él mismo bajo el seudónimo de Jack Frost.

¿Irá o no irá?

Cuando en 2007 se le otorgó el Premio Príncipe de Asturias, todo el mundo daba por descontado que el cantante iría a recibirlo, pero Dylan se excusó con un lacónico mensaje: “Permítanme agradecer al Rey, al príncipe Felipe y a los españoles el haberme concedido el Premio Príncipe de Asturias. Soy consciente del enorme prestigio que este premio proporciona, así como también de la larga lista de ilustres galardonados. Es realmente un gran honor. Lamentablemente, no puedo estar ahí para recibir el premio en persona, pero espero regresar pronto a España para manifestar mi gratitud por este galardón”.

De todos modos, la polémica, como ahora, estaba servida. Que el premio no era para él. Que ¿cómo así…? Que quizá era porque ya estaba en edad de jubilación (acababa de cumplir 66 años ese mayo). Que… Los críticos esgrimieron, entre sus argumentos, que cuatro años antes ese mismo premio se le iba a conceder a Paul McCartney, quien dijo que no podía ir a recogerlo y que por ello se lo habían quitado, y que lo mismo tenía que haberse hecho con el de Dylan, que finalmente tampoco se apareció por Oviedo.

Ahora, a sus 75 años, la Incógnita sigue viva.

Escrito por Victor Ogliastri Posso, corregido por Roberto Pinzón, con información recogida de El Tiempo.com, El País.com y archivos del autor

Bob Dylan & Tom Waits Theme Time Radio Hour:

https://www.youtube.com/watch?v=KwqpKq7NKCM

 

 

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Periodista y gestor cultural. Director de CyC Radio, emisora virtual del Instituto Caro y Cuervo y realizador del noticiero D.C. Distrito Cultural en UN Radio 98.5, Bogotá. Lector voraz y coleccionista de historias y música rock.

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