¿Para atrás como el cangrejo?

Bogotá, diciembre de 2016. Hoy, como todos los días, salgo temprano de mi apartamento y me dirijo al trabajo. Bajo la carrera 5ª y la mirada se me va hacia el Parque de la Independencia. Veo el reloj. Aún es temprano y en vez de atravesar la quinta y luego bajar por la calle 22 y coger la carrera 7ª hacia el sur, me regreso unos pasos y me descuelgo por las escaleras que comunican las Torres de Salmona con el parque. A esa hora de la mañana, el frío penetra con intensidad, mientras un tímido sol trata de abrirse paso entre la bruma capitalina. Voy recorriendo lugares que siempre regresan a mi imaginación. Son imágenes de un pasado que como tantas otras cosas, se han ido perdiendo en esta ciudad. Como la ‘ciudad de hierro’, llamada así por los juegos mecánicos en los que nos divertíamos cuando niños, espacio que un día, algún visionario alcalde decidió clausurar en aras del manido progreso para darle paso luego de un angustioso abandono de años, a una serie de máquinas para ejercitarse y a las que acuden habitantes del sector que desean mantenerse en forma, o que han decidido cambiar sus costumbres sedentarias, o que ya no quieren verse más ese gordito molesto, o…

Pero así como asisten apasionados de los ejercicios y las máquinas, también ese pedacito de parque ha llamado la atención de otros personajes que encuentran en él, el sitio propicio para ofrecer su mercancía a propios y extraños. Sin sonrojarse y ante una notoria ausencia de autoridad, los jíbaros o dealers (así se les denomina hoy en la jerga comercial), se sientan con la paciencia del caso a esperar que aparezcan sus ‘clientes’, como si se tratara de una peregrinación. Y ni a los unos ni a los otros les importa que a esa hora los niños que juegan, las señoras que pasean sus mascotas, o los que hacen ejercicio, se den cuenta de sus negocios y actividades comerciales y decidan callar ante el peligro que conlleva el sapear la actividad.

Me cuenta una amiga, asidua a las máquinas de ejercicios, que la actividad ha mermado en estos días, pues son muchos los que ya se encuentran de vacaciones. Pero que en todo caso, despachan con total desfachatez e impunidad. Que nunca andan con mucha mercancía encima por si les cae la autoridad y los ‘raquetea’. Que cuando se les agota el producto, desparecen por cualquier rincón del parque y llegan de nuevo cargados, pues en cualquier sitio, ni tan lejos ni tan cerca, han dejado su mercancía a buen resguardo. Ella, mi amiga, solamente va algunas horas en las mañanas, pero uno supone que la actividad se prolonga durante todo el día y buena parte de la noche. Y las evidencias de la compra y consumo del producto quedan ahí (para la muestra, un sobre con la imagen de Bob Marley que además, debe identificar al proveedor).

Pero eso no es todo. El olor nauseabundo de excrementos y orina impregna el lugar. El parque también sirve de dormitorio y excusado a los habitantes de la calle que poco a poco se han ido tomando el espacio limítrofe con la 26. Ellos también consumen y ese dulzón olor del bazuco les acompaña mientras se revuelcan entre sus propias heces. Porque el Bronx no solamente hizo metástasis en los barrios periféricos al lugar intervenido. Poco a poco ha ido extendiendo sus tentáculos por los vericuetos de la gran ciudad.

Pero no hay que montársela a las autoridades. No dan abasto porque el centro de la ciudad es muy grande y los problemas múltiples, como para estar preocupados, seguramente, en un problema que se podría solucionar con la vigilancia del lugar que según tengo entendido, se hace por un contrato que dispone el IDRD para todos los parques. Y sí. Si hay vigilancia, pero están todos amontonados y apeñuscados en la nueva plataforma conocida como Parque Bicentenario y que no es otra distinta a la estructura que se terminó luego de los serruchos y chanchullos que todos conocemos y que une el parque con edificios emblemáticos como el de la Biblioteca Nacional y el Museo de Arte Moderno.

Y con ustedes… La Séptima

(foto tomada de Actualidad Extereo)

La carrera 7ª por estos días sufre los embates navideños. Antes de las 7:00 de la mañana, ya se encuentran vestigios de lo que va a suceder en esta vía en lo que resta del día, de todos los días en estas navidades. Las telas plásticas que van a soportar las mercancías se hacen presentes desde primeras horas. La séptima, como ustedes saben, se vuelve peatonal a las 8:00 de la mañana y esas lonas de plástico, tela o fique se abren y se esparcen a lo largo y ancho de la concurrida vía, porque los informales ya no dan abasto. Se apropiaron de todo el espacio y ahora el transitar es comparable a una carrera con obstáculos. Ahí están los vendedores informales. Los artesanos con la fuma de ayer empinando el codo desde temprano con el chirinche de hoy y los indigentes apostados en las frías calles con sus corotos y cobijas.

Y es que después de las 9:00 de la mañana ya no se puede transitar. La calle y los andenes invadidos del comercio informal e infernal: chiros colgados y desparramados a lo largo y ancho. Tiro al blanco. Carreras de cuis. ¿Dónde está la monedita? “Lleve el nuevo Código de Policía”. Libros y películas piratas de cartelera. Juan Gabriel y el ‘Loco’ Quintero a todo volumen compitiendo con los parlantes de aguacates, chocolatinas importadas, mango biche… Todo a quinientos. Vea, lo que lleve… Y la calle convertida en un inmenso lodazal de mugre pegajoso en los zapatos y el hedor fermentado de la gran letrina en que se han convertido las calles aledañas a la Calle Real, porque  ¿dónde van a hacer sus necesidades los cientos de comerciantes informales que además desayunan, almuerzan, comen y botan al piso los sobrantes de comidas y bebidas? O ese gran inodoro que es la Plaza de Santander, recién remodelada y ya sin tapas de alcantarilla. Traten de entrar o salir de cualquier almacén sin morir en el intento y si le llega a sonar el celular, maldiga por no haberle puesto en silencio, pues a todo lo descrito anteriormente, falta, como no, la dosis de carteristas, cosquilleros y otros especímenes que buscan desesperadamente ayudar a los forasteros a aligerarse de sus pertenencias.

Así que abatidos, cabizbajos y refunfuñando, nosotros los habitantes del centro de la ciudad, los que creemos que aún y a pesar de todo, sigue siendo un buen vividero, desconsolados al caer la tarde, buscamos refugio encerrándonos entre las paredes de las casas de habitación, esperando por un mañana mejor.

¿O será que ya nos llegó la “Bogotá mejor para todos” y no nos hemos dado cuenta?

@culturatotal