Así es. Se nos fue el 2016. ¡Qué año! Pasó de todo.

Con reforma tributaria firmada y publicada, en el 2017 vamos a cumplirla. A regañadientes, seguramente, pero nada que hacer. Hay que estar atentos para conocer el rumbo de los millones que se comenzarán a recolectar por parte de las autoridades. En qué se invierten o cómo éstas se evaporan con sus ya recurrentes investigaciones exhaustivas y declaraciones a diestra y siniestra donde se nos dice, palabras más, palabras menos, que no temblará la mano para castigar a los culpables, mientras los impunes sonríen en medio de sus celebraciones al ‘coronar’ un nuevo ilícito.

Y ahí vamos. Leemos de una iniciativa popular que busca rebajar el ingreso de los congresistas en nuestro país, la cual seguramente será firmada por miles y miles de ciudadanos, pero que, vaya paradoja, de prosperar, tendrá que ser ratificada para que siga su curso normal, ¿saben por quiénes?

Y mientras tanto, despedimos el año aferrados a la idea de una Bogotá mejor. No hay que perder el optimismo aunque surjan preguntas de cómo lograr que esta caótica y extensa ciudad, le gane el pulso a los ganosos. A los que alquilan los andenes a los informales. A los que han montado negocios en portales, paraderos y buses de Transmilenio. A los que reparten legiones de desplazados en puentes y calles para lucrarse de ellos con las limosnas obtenidas. A los que con indolencia arrojan basuras, llantas, residuos tóxicos, etc. A los vivos que venden puestos en las interminables colas. A los que a cada momento nos quieren acobardar a punta de gritos y en medio de improperios con la recurrente expresión: usted no sabe quién soy yo. A los que  (aquí, usted, amable lector, puede enumerar las que se le vengan a la mente y le aseguro que nos seguiremos quedando corticos).

Pero, ¿se puede enderezar una ciudad como esta, en la que ni siquiera sabemos cuántos son sus habitantes?

Yo tengo el poder

Hay necesidades que no dan espera.

En días pasados, sábado 4 de diciembre, caminando con mi hijo (10 años) por el centro de la ciudad, el pequeño me manifestó su urgencia por entrar a un baño. Que si se puede esperar, pregunta uno como padre atribulado y que conoce lo que puede suceder en una ciudad que adolece de baños públicos. “No señor”, fue su respuesta. Ahí empezó el calvario. Piensa, piensa, piensa, me dije, mientras apretábamos el paso. En esas estaba, cuando llegamos al edificio Bicentenario en la carrera 4ª a escasos metros de la Avenida Jiménez, que ofrece, entre sus muchos servicios, un hotel y una plazoleta de comidas. A esa última me dirigí. Eran ya pasadas las tres de la tarde y cuando ingresamos, dos vigilantes nos cerraron el paso. No valieron razones ni explicaciones. Su indolencia y cierto dejo de superioridad, mostraron su cara menos amable. “Busque otro sitio o llévelo al parque”, fue la respuesta. Por fortuna, metros más adelante, en el edificio Continental, nos prestaron el servicio.

Así que de qué nos quejamos, pienso, del fuerte olor a orina que se respira en las calles de la ciudad. Sin baños públicos y ante respuestas como la anterior, o como las que nos ha tocado vivir en diversas ocasiones y que van desde “no señor, el baño no lo prestamos” o, “no hay agua”, Bogotá nos sigue debiendo un mejor trato. ¿O será que sus autoridades nunca han tenido una urgencia o a ellos si les prestan las llaves?

Felices fiestas para todos y prudencia. A celebrar sin excesos el cierre del año. El 2017 nos espera.

@culturatotal