Hace poco fui a ver la película Relatos Salvajes, que, palabras más, palabras menos, muestra 6 historias que narran aquellas situaciones en las que las personas, ante algún hecho que colma su paciencia, terminan explotando de la peor forma. Y si la película hubiera sido hecha en Bogotá, no me cabe duda que una de las historias bien podría haber sido por cuenta del transporte público, frente al cual millones de situaciones nos llevan al borde de un estallido desesperado cada día.
Así me he sentido varias veces en buses o taxis en Bogotá, al límite de la cordura, al borde de tomar medidas desesperadas e inútiles, a punto de que se dispare ese switch que lo mantiene a uno controlado y civilizado. Aunque ahora por fortuna trabajo desde mi casa, todavía me acuerdo de esas épocas en las que me tocaba subirme a buses atestados, que parecían un arca de Noé a la que todos encolerizados se querían subir como fuera para salvarse del fin del mundo.
Todavía está en mi memoria, como un recuerdo traumático, el afán de llegar a tiempo a algún sitio y que mi ruta no le sirviera a ningún taxi, que todos los demás fueran llenos y que reservarlo fuera una utopía, o esas hordas de zombies irracionales que se embutían a un Transmilenio que pasa cada eternidad para poder llegar a su destino.
Y estas horribles situaciones que son el día a día de la gran mayoría de bogotanos, llegan a mi mente en fechas como hoy que los transportadores iniciaron un paro. Cada vez que esto pasa, como cuando los taxistas amenazan a la ciudad para obtener sus beneficios sin dar nada a cambio, la indignación se apodera de mi. Me entra la rabia de quien se siente abusado, chantajeado y manoseado por esa llave nefasta de transportadores y políticos que hacen sus alianzas amañadas para mantener su negocio, no poner en riesgo la gobernabilidad o quedar mal con la opinión pública.
Me pregunto en dónde quedó esa idea medio ingenua de que el cliente siempre tiene la razón, de que uno paga por un buen servicio, que aquellos que prestan un servicio al público se esmeran por prestarlo bien y hacer una experiencia agradable. Yo me siento más bien bobo pensando en eso, porque acá la regla parece ser que el ciudadano es un mártir, casi con corona de espinas y crucificado, por no decir clavado, y está condenado a pagar por buses viejos, sucios, contaminantes y que manejan mal; por taxis que no van a donde el pasajero necesita, que cobran más de lo que deben, que ponen en riesgo la vida, que adulteran el taxímetro para robar al usuario; por un sistema integrado, que no está integrado ni siquiera en su método de pago, que a nadie le han explicado cómo usar, cuyos buses pasan cada 40 minutos; al fin y al cabo, sometido a un sistema desastroso, por donde se mire, que es lo único que hay, fruto de las mafias, la incompetencia, la politiquería y la falta de cultura ciudadana.
Pero después pienso que no soy ni tan bobo, que yo no soy el que está mal, que lo normal es que se trabaje por mejorar el transporte público, que los viejos dueños de los buses y taxis no pueden someternos más y que no debemos tolerar gobernantes corruptos que transan el bienestar ciudadano a cambio de sus intereses políticos o hasta económicos. Al final, también creo que nadie nos va a sacar de esta desgracia si no somos nosotros mismos. Por favor votemos bien, no votemos en contra del uribismo o de la izquierda porque sí, revisemos quién nos puede ayudar a mejorar la vida, la cotidianidad, que nos ofrezca planes sensatos y cumplibles para que algún día dejemos de vivir sometidos a los hampones de siempre que roban, improvisan políticas o nos chantajean con paralizar la ciudad. Lo más importante, al final, es que cambiemos nosotros mismos como ciudadanos, que es a largo plazo lo único que nos salvará, ningún Mesías nos sacará de este trancón inmundo que tiene a Bogotá paralizada.
* Foto tomada de 9GAG
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