Yo diría que a los colombianos nos ven como al borracho mamón de la fiesta, que termina ofreciendo drogas a todo el mundo, luego se vomita en la mesa y por último le da por robar, entonces al anfitrión sólo le queda echarlo porque ya nadie se lo aguanta, se está tirando la fiesta y a ninguno le importa ni siquiera que baile bien; por supuesto no lo quieren volver a invitar y cuando busca colarse tienen que mandarle a los de seguridad.
Y no lo digo yo únicamente, antes de que me tilden de apátrida y como es frecuente salgan con el popular comentario “si no le gusta puez ballase, pirovo”, sino también la revista Semana que hace pocos días publicó un artículo titulado “El fenómeno del anticolombianismo” en el cual se remiten a hechos cada vez más sistemáticos en países como Chile o Argentina, donde, a juzgar por lo que pasa, no nos están queriendo de a mucho.
Por supuesto que los estereotipos y generalizaciones encuentran tierra fértil en la ignorancia, porque es obvio decir que no todos los colombianos somos el borracho mamón de la fiesta, pero también es cierto que los estigmas tienen un origen, con frecuencia más o menos objetivo, y casi siempre muy difícil de borrar.
O ¿cómo vamos a negar que en los noventa Colombia era potencia en narcotráfico y que ese fenómeno se apoderó de la vida nacional, incluyendo hasta al presidente de la época? ¿Cómo dejar de lado que existe una guerrilla que ha masacrado a sus secuestrados o que le puso un collar bomba sin posibilidad de desactivar a una señora, y lo vimos en vivo y en directo? ¿Cómo olvidar que a un futbolista lo mataron por un autogol en el Mundial? Igualmente, sería más bien idiota negar que una gran parte del Congreso de la república tenía vínculos con los paramilitares, ejecutores de las más asquerosos crímenes. Todo eso es cierto y, gústenos o no, son las noticias que por años el mundo ha visto sobre los colombianos, sin distinciones.
Y sí, tenemos que llevar a cuestas esas gigantes tragedias por el mundo, muchos posando como víctimas de “los malos colombianos”, pero al tiempo votando por los políticos rateros y aliados de los otros rateros, narcos y asesinos, luego de alguna manera a muchos les cabe esa responsabilidad también, aunque insistan en autocatalogarse como “colombianos de bien”.
Pero de una forma más sutil que los rateros confesos, los narcos o los asesinos, aunque no por ello menos perjudicial, ese espíritu de la plata fácil y de pasar por encima del otro para alcanzar un beneficio propio, y que encuentra su culmen en los malos colombianos en otros países, es un valor muy popular o promovido incluso desde los niños, a veces de una forma más bien folclórica y chistosa, pero que cala hondo en las mentes de esta tierra. Me refiero a la “viveza”, a ser “avispao”, a tener “malicia indígena”, a “no sea bobo, mijo”. Esas ideas que a fin de cuentas son las que justifican al que no paga impuestos, al taxista que se cuela en una fila de carros para voltear por alguna calle, al que compra un celular más barato sin importar que pueda ser robado, al empresario que no le paga las prestaciones legales a sus empleados o al colegial que se mete a Transmilenio sin pagar.
Pues así mismo hay muchos “vivos” haciendo patria en el exterior, gracias a los cuales nos estigmatizan, pero también vale la pena recordar que, además de que somos vivos dentro del país, igualmente corre la idea de que los pastusos son brutos, los costeños flojos, los homosexuales depravados, los negros ignorantes, los cristianos fanáticos, y un largo etc., que seguramente se nutre de conocer poco, o sea de la ignorancia, pero que viene siendo lo mismo de lo que somos víctimas como colombianos, algo así como un poco de nuestra propia medicina, que si uno se pone a ver es como la medicina de un planeta lleno de prejuicios.
Por supuesto, lo más fácil es escandalizarse, indignarse por la afrenta al país y ser como doña Gertrúdiz, una señora divinamente, de esas que va a votar por los políticos «divinamente» de siempre y que por eso cumple con su deber ciudadano, pero que al tiempo cree que su empleada del servicio, que viene de un pueblo lejano del Pacífico, es bruta, que se merece un sueldo indigno, que por el contrario debe agradecer que tiene trabajo y que por lo tanto no importa mucho si no le pagan las prestaciones que le corresponden por ley. Doña Gertrúdiz también es colombiana, aunque en sus vacaciones en Buenos Aires le parezca de quinta que la miren con sospecha por su nacionalidad.
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