Por A. Moñino

Tengo que aceptar, ahora con vergüenza, que por un buen tiempo estuve montado en esa lógica patética de outlet gringo: comprar ropa que a veces ni necesito, sólo porque tiene un “súper descuento”. Lo que uno en esa idiotez compulsiva no logra vislumbrar, es que esa ropa sale más mala que un trapo viejo y su pésima calidad obliga a regresar a otro outlet por un nuevo “súper descuento” y así mantenerse “a la moda”, mientras las grandes marcas cada pocos meses tienen a la gente comprando sus malos productos como maniquíes de vitrina con la cabeza hueca. Y ojalá la calidad de la ropa fuera el verdadero problema…

El año pasado compré un pantalón de GAP y, a los pocos meses, un día al subir un escalón alto el pantalón quedó como si me hubieran metido una puñalada, nada más explicaría tal roto por estirar un poco la pierna. Y no vayan a pensar que soy como Lenny Kravitz (a quien hace poco se le rompió su apretado pantalón en tarima dejando lo suyo al descubierto), pues el pantalón no me lo tenía que empujar con ayuda de varios y era relativamente holgado, además yo sí uso ropa interior y si no me pongo anillos en la mano, mucho menos en otras partes.

GAP es una marca cuyos precios en Colombia son altos, pero en el mundo saca sus prendas con costos asequibles, pues así promueve esa lógica macabra de tener a la gente renovando su ropero cada pocos meses para ir con “la tendencia” o simplemente para remplazar la ropa que se daña rápidamente, igual que otras como Zara o Forever 21, por mencionar sólo algunas que causan furor en Colombia también.

Y esta lógica es macabra porque mientras los precios son “baratos” (en la mayoría del mundo, menos en Colombia, lo cual es aún más descarado), los altos volúmenes de venta garantizan el incremento en ganancias para las marcas, mientras sus centros de producción en países pobres son galpones deplorables repletos de gente llena de necesidad, que recibe directamente el impacto de los precios bajos, pues sus sueldos pueden ser hasta de 3 dólares al día, más o menos. Famoso es el caso de las protestas en Phnom Penh, capital de Camboya, donde los trabajadores del sector textil pedían al menos un salario mínimo de 160 dólares al mes, que incluso, con lo caro que está el dólar hoy, no es ni nuestro salario mínimo.

La respuesta al explicable inconformismo fue represión, e incluso trabajadores muertos, pues los gobiernos de estos países son reacios a defender los intereses de sus ciudadanos y prefieren las inversiones millonarias de las multinacionales de la moda que llevan trabajo en condiciones muy cuestionables. Cabe recordar también accidentes como el del edificio Savar, en Bangladesh, donde funcionaban fábricas de ropa y que colapsó, a pesar de las advertencias de riesgo. Esto dejó más de mil víctimas, que de pronto no fueron noticia por no vestir demasiado “bien”.

Pero eso no es todo. La incontinencia a la hora de producir prendas de vestir (se calcula que se compran 80 mil millones de nuevas prendas cada año) genera una cantidad casi inmanejable de residuos textiles, que en muchos casos países desarrollados envían a manera de donativo a naciones del tercer mundo, y por ejemplo en Haití, de toda la ropa que se recibe, tan sólo el 10% es usada, creando una cantidad de basura difícil de manejar. Algo así como echarle la basura al pobre.

Igualmente, como la ropa en su mayoría está hecha de algodón, los productores desaforados de prendas requieren de este insumo con urgencia y a gran escala. Es allí cuando salen a relucir nombres cuestionables, por decir lo menos, como Monsanto, et al, que se encarga de que las plantas, silvestres y naturales, se conviertan en mutantes espantosos adaptados a esa lógica desenfrenada de consumo cuyas repercusiones nocivas para la salud humana y de la tierra en general sean comentadas aún con mucha timidez, para mi gusto.

Y seguramente este caso de la moda se replica en otras industrias, como la de la tecnología, por ejemplo, pero nos han metido el cuento de que consumir como unos cerdos de las tendencias es lo que llenará nuestros vacíos, y pues va uno a ver y los vacíos siguen intactos, mientras nos embarcamos ciegamente en un loop interminable de tener cosas por el sólo hecho de tenerlas.

Creería que Lenny Kravitz también compró ese pantalón que se le rompió en GAP, así como yo, pero espero que él se haya dado cuenta de que, además de haber tenido que mostrar el anillo aquel, la industria compulsiva de la moda trae consigo unas consecuencias nefastas y hasta mortales para muchos y para el planeta, además de hacernos ver a los que nos embarcamos en ese carrusel irreflexivo como unos descerebrados, mientras las pasarelas o los comerciales de televisión tratan de inocularnos la idea de que la gente bonita y feliz usa tal o cual cosa.

Si este tema le inquieta, no puede dejar de ver el documental The True Cost

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