Por A. Moñino

El estilo de mis papás nunca fue la cantaleta, entonces no sé muy bien cómo se siente eso cuando uno es un niño desobediente. Sin embargo, ahora estoy experimentando algo que puede ser cercano a una perorata diaria de esas que uno ya no quiere oír más; se trata de la época de campañas electorales. Es que ahora con Facebook y Twitter emergen analistas políticos hasta en la sopa, y aunque muchos, como en sectas evangelizadoras, se dedican a publicar las bondades casi celestiales de su candidato Mesías, otros más se vuelven el megáfono satanizador de los candidatos rivales, difundiendo mitos y leyendas que tienen más de magia de que de realidad, aunque calen muy hondo en las mentes crédulas. Mucha palabrería y muy poco argumento.

Pero así funciona la política, con mentiras, con rumores falsos, con cinismo y mucho descaro, por supuesto motivada por los casi únicos y directos beneficiados: los políticos. Llevo ya varios años escuchando noticias políticas y de ser testigo de declaraciones de quienes pretenden gobernar, y lo único que se puede concluir con total certeza es que de esos grandes líderes no se puede esperar casi nada distinto a incoherencia o, más bien, coherencia con lo que en campaña el electorado no quiso escuchar o no supo interpretar. Más pendejo el que todavía crea en el oxímoron de un filántropo político o que no se haya dado cuenta de que el que aspira a ganar elecciones tiene el objetivo del servicio público, es decir servirse del público.

En pocos días tocará votar otra vez, y yo lo haré porque aún en mi cabeza se mantiene esa idea de que uno debe decidir el destino de su ciudad o país. Pero cada día creo menos en eso, cada vez veo que ese destino se mueve por un engranaje gigantesco que siempre hala para donde debe ir y para mantener las cosas más o menos iguales a como siempre han estado. Cada vez más, después de votar, me siento como legitimador de lo que realmente modularon otros y no tanto “la ciudadanía”, que es más bien un ente necesario en la pantomima. Pero uno debe esforzarse para que si acaso gane el menos peor o para dejar en claro su inconformismo con todos, pues en ese salpicón de mentirosos es hasta difícil saber cuál será el más nefasto.

Ojalá muy pronto sea 26 de octubre, tengamos ya la confirmación de quién tendrá la imposible tarea de “salvarnos”, los borregos festejen, los convencidos se sientan traicionados por su Mesías en pocas semanas y los contadores de mitos emprendan con tranquilidad su cuentería de siempre. Eso sí, independiente de las simpatías políticas o de a quién le invirtió energía apoyando u odiando, lo cierto es que el lunes 26, después de las elecciones, gane quien gane, la mayoría tendrá que seguir madrugando a meterse en algún trancón, a embutirse en el transporte público, a esquivar rateros en alguna cicloruta, mientras que los ganadores de las elecciones deciden de qué manera empiezan a traicionarse a sí mismos y por supuesto a servir-se.

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