El pasado fin de semana la tragedia nos volvió a golpear a la puerta, en Bogotá, al norte de la ciudad, en un centro comercial en el que compran, por lo general, las personas más privilegiadas, y entonces el terror regresó al corazón de la capital y tal vez del país, aunque en realidad nunca se ha ido pero no lo «sentíamos». Es un hecho: los humanos acabamos con nosotros mismos y ya no hay un lugar tranquilo: lo sabe Nueva York, París o Manchester, y de ahí en adelante cualquier sitio está en riesgo de nuestra propia demencia como especie autodestructiva.
Lo que resulta paradójico es que desde este país tan cascado cientos de personas cambian su avatar de Facebook con la bandera del país aquejado por terroristas cada tanto, o se solidarizan en Twitter con el “#JeSuis” (Yo soy) traducido al lenguaje de las víctimas de cada arranque violento y demencial. Y diría cualquiera: los colombianos son súper solidarios y sensibles con las víctimas, con los que sufren tales tragedias. Pero no parece tan así cuando la tragedia es acá. Al fin y al cabo dar un clic no cuesta nada y sí parece dar la tranquilidad del «deber cumplido».
Muy al contrario de esa solidaridad que debería generar el valor de la vida como lo más importante, o como diría Mockus, más allá de la arenga vacía de ola verde, el carácter sagrado que esta tiene, las redes sociales luego del atentado en el Centro Comercial Andino sirvieron como espejo del enanismo moral de nuestros líderes políticos o de opinión y de la bajeza del espíritu de muchos que parecieran alienados por esa lógica del odio que tanto nos representa como país y que nos inyectaron quién sabe cuándo, pero con la que ya convivimos con naturalidad.
Pocas horas después de la tragedia, había algunos expertos que desde la pantalla del celular o de la televisión ya elucubraban las hipótesis que ni los forenses de CSI hubieran imaginado, por ejemplo, que era muy sospechosa la ciudadana francesa que murió porque trabajaba en una ONG (esas organizaciones de “mamertos”, dirían los orgullosos ignorantes) y que además fue una vez a Cuba. Y pues, más allá de lo que uno pueda pensar de quien emita un juicio de esa naturaleza cuando no hay ninguna pista real al respecto y el humo de la explosión no se ha disipado, es muy triste no tener al menos el respeto por la pérdida de una vida, por el drama que puede significar para una familia perder un ser querido en circunstancias como esa y correr el riesgo de una revictimización infame.
Ahora bien, si pasamos a los “líderes” que nos tocaron en desgracia, el panorama es aún más triste. Si esperamos de ellos voces sosegadas, esperanzadoras y tranquilizantes, pues nos podemos quedar esperando. Desde las dos orillas más miserables, se hicieron acusaciones sin fundamento, se usó la sangre de las víctimas como pintura para los mensajes politiqueros más asquerosos, olvidando, obviamente, a los más afectados y evadiendo cualquier idea que pudiera unirnos como sociedad ante tal tragedia. Primó para estos ególatras buscar el beneficio propio, hundir a su rival a costa de las personas que salieron heridas y muertas por la explosión.
Para la muestra estos nauseabundos botones:
El expresidente, con millones de personas leyendo su cuenta de Twitter, hizo lo que mejor sabe hacer: obviar a las víctimas. Independientemente de la veracidad o de la justificación de la torpe presentación de ese mensaje, la poca pertinencia del mismo es detestable, digna de un megalómano hambriento de poder e incapaz de solidarizarse con nada distinto a sus intereses políticos.
Y si de megalómanos hablamos, en el otro espectro político esta uno que no se le queda atrás. Acá su hijo valiéndose de la tragedia para darle la razón a su nefasto papá.
Por la misma vía, este autómata de la revocatoria, que se refiere al alcalde de Bogotá sólo para echarle en cara la tragedia que tiene a decenas de familias sufriendo, tira a la caneca cualquier tipo de ética, si es que conoce la palabra. Un uso condenable de la tragedia para sus fines políticos.
Pero autómatas hay en todas las orillas, y uno de los esbirros del ex, tampoco deja pasar el drama nacional para sacar provecho.
Y en el periodismo la cosa no es mejor. El energúmeno Gonzálo Guillén hace gala de su mezquindad para prender antorchas e ir quemando al que sea con tal de tuitear algo.
Si a la infame galería anterior le sumamos a los que sin recato comenzaron a publicar fotos de los heridos en la tragedia, pues podemos decir que el terrorismo pasó de un acto en un centro comercial a un mensaje que encontró eco entre los idiotas y se difundió a través de las redes sociales. Y siguen algunos, también, replicando sin una mínima pausa reflexiva cadenas que incrementan el miedo y nos paralizan. Es entendible tener miedo, pero cada vez va siendo aún más entendible dudar de una cadena de Whatsapp, porque cualquiera puede inventarse un mensaje nocivo e incendiario; no le hagamos el juego a los que se benefician de nuestro miedo. (Acá una valiosa guía para identificar cadenas falsas)
Este país está enfermo, la minoría de edad que nos ha llevado a seguir como tontos a los más mezquinos nos hunde cada día más y si no reaccionamos esto no irá a ninguna parte, si es que alguna vez ha ido. Dejemos de hacerle el juego a los que quieren llenarnos de miedo, porque si es así, habrán obtenido su objetivo y parte de ese juego se alimenta en cadenas de mensajes falsos que sólo buscan atemorizarnos sin fundamento. «El miedo construye muros», dice, con razón, el músico ex Pink Floyd Roger Waters.
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