El caso de Yuliana Samboní estremeció conciencias y unió al país en un rechazo colectivo a todos los componentes de la escabrosa historia. Ante la imposibilidad de deshacer la violación y el asesinato de la menor, una respuesta unánime de repudio y rechazo es buena señal.

Sin embargo, el caso también ha sido instrumentalizado para promover agendas intolerantes. Por estos días, las secciones de opinión de los periódicos son velados llamados de regreso a la barbarie.

Primero, los clasistas, que insisten en reducir la trágica historia a los presuntos abusos de un tipo rico (a veces mencionando a sus hermanos) a una niña campesina. Lamentablemente, la realidad es mucho más compleja que eso, y también hay violaciones de niñas y mujeres de familias «acomodadas». Reducir el problema a las diferencias de clase le resta importancia al asunto central: la violación y el asesinato de Yuliana.

En segundo lugar están los conspiranóicos, que acusan de complicidad a los medios por no divulgar el nombre del presunto violador y asesino, Rafael Uribe Noguera, o se quejan porque se anteponga la palabra «presunto», que es de uso obligatorio porque en Colombia, al menos en el papel, se presume la inocencia hasta que se demuestre lo contrario y haya una condena por parte de un juez de la República. Y no faltan los que acusan a los medios de hacer esto como un favor para el presidente Juan Manuel Santos, ignorando que hay medios que no son más que centros de propaganda uribista y que si el caso hubiera podido hacerle daño al Presidente, lo habrían publicado a la primera de cambio. Esos molestos hechos.

Y si la violación y posterior muerte de la pequeña Yuliana Samboní le ha servido a quienes pretenden reducirlo todo a la lucha de clases y a quienes desprecian la presunción de inocencia, tampoco han faltado los llamados para que regresen la cadena perpetua y la pena de muerte. Afortunadamente, hemos contado con Rodrigo Uprimny y Yesid Reyes para que despachen los enardecidos ‘argumentos’ de quienes pretenden que el sistema de justicia satisfaga su sed de sangre y devenga en un sistema que administra venganza. Elevando un poco el nivel del debate, ambos juristas ofrecen datos y cifras que apuntan en la misma dirección: el aumento de penas no sirve para disuadir en la comisión de delitos. La pena de muerte no sirve para nada, salvo para calmar la sed de sangre (y el Estado no está para eso).

Por último, aunque no menos peligrosos, son los llamados a la censura. Algunas criaturas afirman gratuitamente que existe una relación causal entre la cultura popular y la violación y posterior asesinato de Yuliana. Así, llegamos al absurdo de poner a Maluma en la picota pública, mientras que se alaba al analfabeto Libardo Vásquez, alcalde de Timbío (Cauca), quien, en una gran demostración de desprecio por la libertad de expresión, prohibió los piropos en nombre de las mujeres (y a las que sí les gustaban, de malas, no deben, ni pueden, no tienen por qué; deben gustarles las cosas políticamente correctas). Todo esto nace de la absurda idea de que el lenguaje crea realidades (algo que nadie se ha molestado en probar) y que, entonces, todos debemos ser buenos, buenitos, sin decir cosas que puedan incomodar a otros, porque esa es la causa de que haya violaciones.

Y ya está: la censura, de alguna forma, prevendrá violaciones. Por supuesto, no existe ni el más remoto rastro de evidencia que permita inferir que la popularidad de canciones con letras soeces, o que desconocidos intercambien ocasionalmente piropos en la calle, lleve a la normalización de la violación. Y, afortunadamente, la realidad es bien distinta, pues cada vez hay menos violaciones — no precisamente gracias a los Libardos Vásquez del mundo, gente con complejo de caballeros en armadura blanca, que utilizan el poder coercitivo del Estado para proteger sentimientos y amputar libertades. Y es que todo es más fácil cuando se llama «acoso» a cualquier cosa que no les gusta, incluso cuando esto no hace más que reforzar el estereotipo machista de reducir incluso a las mujeres adultas al nivel de histéricos seres indefensos que tendrán episodios de estrés postraumático por el resto de sus vidas si llegan a escuchar algo que no les guste, así que mejor ahorrémosles la molestia, y neguémosles agencia sobre sus vidas, que es «por su propio bien». Esto tendría que marcar algún récord en el colmo de la ironía, si no fuera porque todo ocurre en el escabroso marco de los delitos cometidos contra una niña de siete años.

Puede que me equivoque, pero la molestia de estas personas no parece muy genuina que digamos. Nos horrorizan las atrocidades cometidas contra Yuliana Samboní porque entendemos que todos tenemos derechos y que a ella se los arrebataron irreparablemente. Segar la vida de una menor, con el preámbulo de impedirle crecer y desarrollar sus gustos y criterios para decidir libremente y con los suficientes elementos de juicio con quién quiere tener sexo, son salvajadas que la privaron del ejercicio, goce y disfrute de sus derechos.

Por tanto, todas las respuestas a este crimen que, a su vez, exigen despojar a otras personas de sus derechos (como la vida, la libertad de expresión y la presunción de inocencia) van en contravía del rechazo al delito. En un Estado de derecho cada individuo (sea Yuliana Samboní o Rafael Uribe Noguera) es un sujeto de derechos, derechos a los que no puede renunciar y que se le deben respetar por el hecho de ser humano, independientemente de lo que haga, salvo las excepciones contempladas por el derecho penal —como la legítima defensa y las penas de prisión—.

Si la justicia encuentra culpables a los Uribe Noguera, ojalá les caiga todo el peso de la ley; pero hasta entonces, exigir que ellos u otros ciudadanos (que posiblemente tengan gustos y hábitos estéticamente desagradables) sean privados de sus derechos fundamentales, sólo refleja un ánimo revanchista más preocupado con reducir derechos que con garantizarlos. Eso no es preocuparse por Yuliana Samboní o su familia — es instrumentalizar su tragedia.

Si alguien cree que los derechos sólo son para las personas que les caen bien, es que no ha entendido de qué va el asunto y necesita empezar a prestar más atención, porque sólo hasta que eso ocurra es imposible que haga una defensa legítima de los derechos de Yuliana Samboní, o de nadie más.