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A principios de esta semana se conoció un fallo de la Corte Constitucional sobre la vacuna del VPH. La buena noticia es que la Corte no prohibió la vacuna.
La mala noticia es que sí prohibió su obligatoriedad — los padres tendrán la potestad de decidir si vacunan a sus hijos o no.
Está es una victoria antivacunas. Desde hace años la vacuna contra el VPH ha sido objeto de una campaña de desprestigio por parte del conservadurismo religioso, que ve la amenaza del cáncer de cuello uterino como un incentivo para promover la cultura de la pureza. Inexplicablemente, a su causa se ha sumado el feminismo posmoderno que alegremente propaga las mentiras sobre la vacuna.
Pero la evidencia en este caso es meridianamente clara: la vacuna contra el VPH funciona, es segura y no tiene efectos secundarios graves ni permanentes. Los desmayos de las niñas no tienen nada que ver con la vacuna.
La Corte la embarró; la vacuna debe ser obligatoria porque el Estado tiene que proteger a los individuos incluso de la ignorancia de sus padres quienes, con alucinante frecuencia, le creen más a su clérigo que a sus científicos. Así como no es intromisión del Estado exigir una alimentación adecuada, o que los niños accedan a la educación, tampoco lo es exigir que se aplique una medida que se ha comprobado que reduce efectivamente el riesgo de sufrir cáncer de cuello uterino.
Y esta no es una cuestión baladí: los Magistrados que tomaron la decisión pudieron llegar ahí libres de poliomielitis y otras enfermedades prevenibles gracias a las vacunas, y hoy le niegan esa posibilidad a miles de niñas colombianas que desarrollarán cáncer de cuello uterino por la supina ignorancia de los togados y de sus padres, ¡¡un cáncer completamente prevenible!!
Gente que no se merece ni la leche maternal decidiendo el futuro de unas pobres niñas cuyo único error fue nacer en un país mojigato y anticientífico hasta la médula.