Uno deja todo. Deja la familia, deja los amigos, deja la novia, deja la casa. Y no se da cuenta que hay otro montón de cosas que también se quedan atrás, y no se perciben tan fácil. Porque uno también deja las empanadas que se come en la esquina, la emisora que más le gusta, la ruta para ir al trabajo y la novela de televisión que estaba viendo. No más salsa de tomate Fruko, no más supermercados Éxito, ni pollo Kokorico, ni mochilas Toto, ni el tarrito rojo de JGB, ni el desodorante Yodora. Se abandona esa cotidianidad que es tan cómoda, que uno conoce y que está ahí, todos los días sin uno darse cuenta, con pequeños y deliciosos detalles que se empiezan a extrañar poco a poco.
Uno lo nota poco, al principio. Porque apenas se baja del avión, todo es nuevo. Y eso que España no es tan diferente: al fin y al cabo fueron nuestros ancestros. Pero las cosas en Europa han cambiado. Sólo coger el metro es un asombro. Es uno de los más bonitos del continente, pero de eso no sabe nada uno cuando por primera vez intenta hacer pasar por los torniquetes de la entrada un par de esas maletas de trashumante, después de lidiar un rato con la máquina que vende los tiquetes, que te atiende en ocho lenguas. En el andén, la gente espera con respeto detrás de la raya amarilla, y un letrero de números digitales anuncia en cuántos minutos llega el siguiente metro. Y llega en el tiempo anunciado, lo cual es otra sorpresa frente a la típica impuntualidad latinoamericana.
Cuando aparece, ¡qué modernidad! Las puertas se abren con sólo darle a un botón, en un silbido suave que parece sacado de Star Trek. En el vagón hay televisores sin sonido que van presentando las últimas noticias. La gente ojea los periódicos gratuitos y los deja en la silla para que los demás puedan verlos también. Hay gente leyendo libros, y avisos con párrafos de libros para incentivar la lectura junto a las puertas. Y en las estaciones hay pequeñas bibliotecas: puedes sacar un libro de un sitio y devolverlo en otro.
Tras un ding dong, una voz por los altavoces anuncia que vamos a llegar a la siguiente parada: la estación de metro Colombia. ¡Colombia! ¡Uno se siente hasta importante, con ganas de decirle a los demás, «yo soy de allá»! Pero nadie se fija en uno, porque aquí la inmigración ha venido creciendo enormemente y todo está lleno de gente que viene de cualquier parte del mundo con sus maletas y con muchas ganas a buscarse la vida.
En fin, que uno es otro extranjero más, de los muchos que salen a todas horas del metro en la estación de la Puerta del Sol, en pleno centro de Madrid, donde está el Kilómetro Cero de todas las carreteras españolas, frente la sede del gobierno regional, junto al Oso y el Madroño que son el símbolo de la ciudad, y bajo el enorme letrero de Jerez Tío Pepe.
Y ahí es cuando uno de verdad sale a la luz del día tras horas de viaje en avión y se da cuenta de que está en Madrid, a ocho mil kilómetros de Bogotá, y que todas las cosas de su vida están a punto de cambiar para siempre.