Es cierto que nuestro país tiene estupendos paisajes y gente linda y no sé qué más cosas que se ponen en los folletos de turísticos al lado de fotos muy bien tomadas, con estupendas panorámicas y una bella muchacha sonriendo. Pero cuando la gente de otros países sabe que eres colombiano, lo primero que se les viene a la cabeza son el café y la coca. Así de sencillo.
Serán cosas de los medios de comunicación, de tópicos y estereotipos, de lo que sea pero varias generaciones de colombianos hemos tenido que sufrir el estigma de estar relacionados directamente con una sustancia absurda que la mayoría ni siquiera hemos probado. Y todos los días en alguna parte de Europa sale la noticia de otro alijo incautado, otra mula detenida en el aeropuerto, otra red desmantelada. Todo para nada.
Porque la droga sigue llegando continuamente, sin detenerse y sin beneficiar a nadie que no sean las mafias y los narcos, y perjudicando constantemente al resto de colombianos que venimos aquí por turismo, por trabajo o porque se nos da la gana.
No sé cómo explicarle a alguien que no sea colombiano la estúpida serie de requisas que hay que pasar en el aeropuerto de Bogotá para poder tomar cualquier vuelo internacional. Una degradante y minuciosa búsqueda del equipaje y los efectos personales en donde a muchas veces se pasan de la raya. Maletas destrozadas, revisión de «partes privadas» y más atropellos que no quiero mencionar. Por decencia y porque no dejen de visitar Colombia… sus estupendos paisajes y su gente linda, etc.
En el vuelo, las azafatas de las compañías que viajan de Colombia al extranjero reciben instrucciones para revisar quién come y quién no, quién está nervioso, quién se comporta de forma extraña, para luego denunciar esa persona a las autoridades. Y si uno estaba mal del estómago por el sancocho que se comió antes de viajar, se jodió porque queda de candidato para un recibimiento especial después de aterrizar, con escolta privada y salón VIP.
De ahí en adelante, en el extranjero queda uno expuesto de por vida al chiste pendejo de quien recién se entera de la nacionalidad colombiana: «¿tienes algo para animar la fiesta?», «¿nos trajiste nieve pa’ la navidad?», «¿por eso tienes la nariz tan grande?». Grrrrrr… Y toca coger sonrisa de Premio Óscar y responder con alguna réplica ingeniosa. Como… como… ehhhmmm. A mí nunca se me ocurre nada, por supuesto. O sí, pero dos horas después cuando estoy en mi cama con rabia, pelos de punta y ganas de romper el pasaporte.
Lo peor es ver que aquí la coca es una cosa cotidiana. En toda Europa, pero especialmente en España, el país del continente donde más se consume por habitante, donde los billetes de euro tienen más residuos blancos después de que los enrollan para esnifar, donde la coca está presente en bares, oficinas, casas y fiestas como la cosa más normal del mundo.
En los últimos diez años el consumo se ha duplicado, las redes de distribución se han expandido y el precio… el precio se ha mantenido a pesar de la bonanza, la inflación, la crisis, las persecuciones, los planes anti droga y las campañas publicitarias. Para el que lo quiera saber, está en torno a los 60 euros el gramo, unos 160 mil pesos.
Al otro lado del charco, mientras tanto, nos seguimos matando por una sustancia que mantiene a los delincuentes con dinero, financia la compra de armas ilegales, estimula la corrupción (como si tuviéramos poca) y nos convierte en parias internacionales.
Yo preferiría que fuera legal, que pagara impuestos, que se comprara en las farmacias y que cada uno la pudiera usar como le diera la gana. Que se persiguiera el mercado negro, que se controlara la calidad, que se midieran las dosis y que pudiéramos mejorar la economía con esos ingresos. Nos ahorraríamos dinero en policía, en muertos, en publicidad. Un dinero que se puede reinvertir en desintoxicación y educación, en generación de empleo, en servicios sociales.
Esto ni me lo invento yo ni soy el único en afirmarlo. El ex director de este periódico, Enrique Santos Calderón, le decía a Claudia López en 2004 que la legalización es «la única forma realista de impedir que el tráfico ilícito de droga siga siendo la mayor fuente de violencia y corrupción en el mundo» (Revista Credencial, 29/04/2004).
Confieso que una vez probé la cocaína. Tengo que ‘confesarlo’ como si fuera un pecado pese a que más de un millón de personas la consumen regularmente en España, y cada año aumenta la cifra, especialmente en Europa y Estados Unidos.
Fue en una fiesta con una amiga que me gustaba mucho. Había un montón de gente, yo estaba borracho y contento. El alcohol se me había subido un poco a la cabeza, lo suficiente para relajarme sin enloquecerme, y así lo había mantenido a lo largo de la noche.
Al pasar por la cocina para buscar más ron, nos ofrecieron coca. Mi amiga esnifó su raya y yo, por no ser menos, hice lo mismo. Quedé sobrio otra vez, de golpe. Nervioso y hasta un poco enfadado: ya era tarde, se había acabado todo y la gente se estaba yendo. Y yo sin bebida, despierto y enojado. Entendí que esa mierda no es para mí y no la volví a probar nunca.
Esa fiesta fue en Madrid. Una de tantísimas donde me ha pasado que la gente, aún sin conocerla, te ofrece amablemente una raya, como quien invita a una cerveza. Algo que jamás me había sucedido en Colombia. Fue también cuando entendí que tenemos un gran producto, solicitado y apreciado, conocido y valorado, y estamos desaprovechándolo por idiotas, y sufriendo las consecuencias.
Espero que en el futuro tengamos el coraje de abandonar la hipocresía en la que vivimos, y cambiar esta situación. Ojalá pueda ver los anuncios de la marca «Coca de Colombia», exhibidos en los aeropuertos y en las revistas. Como la del café, pero sin Juan Valdez. Sólo con la mula.
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