Con toda esta fiebre futbolera de los «clásicos» españoles entre el Real Madrid y el Barcelona, (hemos tenido cuatro en menos de un mes), me ha llegado a la memoria ese pequeño dilema que tuve al llegar a España: escoger un equipo.
No es porque yo sea un fanático del fútbol. Creo que habré estado unas cuatro o cinco veces en un estadio, y todavía me acuerdo de la mayor parte de los partidos que he visto por televisión. Realmente me faltan las dotes de un buen hincha: la fe inquebrantable, la constancia ante la adversidad, las ganas de discutir sobre nimiedades y cierto grado de violencia reprimida.
En Colombia era seguidor del Atlético Nacional. Tenía guardada una camiseta que alguien me regaló, y creo que una vez estuve en el Atanasio Girardot viendo un partido poco relevante. Era un hincha más bien mediocre.
Pero no podía evitarlo, es que realmente nunca me gustó mucho el fútbol. De pequeño era un niño enclenque y poco atlético. El balón me daba miedo y no le veía la gracia a correr detrás de él con el riesgo de recibir patadas, empujones, balonazos o caídas. ¿Cómo explicarlo? Me parecía más divertida la tranquilidad de la biblioteca, donde podía sentarme a leer aventuras sin fin. Mejor dicho: era un nerd.
Yo vivía por aquel entonces en Medellín, entre los tiroteos de Pablo Escobar y las bombas de la guerrilla. Era muy entretenido. Y en ese año, 1989, el Atlético Nacional lo ganaba todo. Los colores verde y blanco ondeaban en cada calle por la veneración ante el primer equipo colombiano en ganar la Copa Libertadores de América, la Champions de la zona. Era imposible no volverse hincha del Nacional.
Poco a poco le fui cogiendo el gusto al fútbol, con la clasificación de la Selección Colombia al Mundial de Italia ’90 y su buen desempeño. Algunos jugadores de aquel entonces, Leonel Álvarez, René Higuita y «el Pibe» Valderrama, y también su entrenador, Francisco Maturana, pasaron por España años después. Todavía se les recuerda con poca gloria.
Al venir a vivir a tierras ibéricas, donde no iba a poder seguir más que de lejos las desventuras del Atlético Nacional, me di cuenta de que tenía la oportunidad de escoger un equipo completamente a mi gusto, entre la variedad que me ofrecía la Liga. Fútbol a la carta.
Y empecé a mirar cada club con ojo crítico, para ver lo que me ofrecía. De entrada, deslumbraba con intensidad el brillo del Real Madrid, que lo ha ganado todo y muchas veces. Tiene más copas que el templario de Indiana Jones y la Última Cruzada. Y más seguidores que una modelo en una discoteca. Tiene dinero, palmarés, prestigio y polémicas. Tiene demasiado para mi gusto. Además, han convertido al Real Madrid en un negocio de especulación inmobiliaria y venta de camisetas.
Su rival de siempre es el Atlético de Madrid. Es el Santa Fe de la capital española. Sus hinchas son esos sufridos personajes acostumbrados a perder y revivir algunas glorias pasadas. Su presidente era Jesús Gil, fallecido en 2004, quien reflejaba lo peor de la sociedad ibérica: era un tipo arrogante, inculto, estafador y racista. Al Tren Valencia, que venía de ganar la Bundesliga con el Bayern, le gritó alguna vez: «A ese negro le corto el cuello. Me cago en la puta madre que lo parió». Otro equipo descartado.
Hay otros dos clubes pequeños en Madrid. El Getafe, que llegó hace poco a primera división y se ha mantenido allí con gallardía. Me parecía una buena opción hasta que se supo que lo van a comprar los jeques de Dubai. Y no me gustan los regímenes totalitarios árabes.
El Rayo Vallecano, nacido en un barrio obrero de la capital, pertenece a José María Ruiz-Mateos, un empresario que ha sido capaz de quebrar dos veces las compañías que ha dirigido, dejando a cientos de personas sin trabajo. Ahora mismo, el pobre Rayo Vallecano está en suspensión de pagos.
La opción de muchos que desprecian al Real Madrid es el Barcelona. Tengo que confesar que me gusta su juego, y lo han ganado todo en los últimos años. Pero no puedo con esos aires que a veces se dan algunos catalanes de creerse mejores que el resto de España. Aunque lo sean en muchas cosas (salvo en el idioma).
Con reflexiones así estuve meses, y siempre le veía un pero a cada equipo. De éste, que los colores del uniforme. Del otro, que porque nunca ha ganado nada. Nunca me veía los partidos, ni seguía resultados, nada más me quedaba pensando cuál me gustaría más, cuál me haría sufrir poco, con cuál me llevaría mejor, cuál me daría menos problemas, y con cual tendría más satisfacciones.
Hasta que un día un amigo español con el que me llevo muy bien me llevó a un bar lleno de gente, donde estaba su novia con un par de amigas, y me sentó a ver un «clásico» de esos que se han estado repitiendo este último mes. Ese día encontré la respuesta a todos mis problemas. Estuve todo el partido hablando con la única mujer que tampoco estaba viendo el fútbol. Esa noche, en su casa, me di cuenta de que lo que yo estaba buscando no era volverme fan de un equipo.
En vez de eso, decidí volverme hincha de las españolas. Me gusta su forma de juego y la velocidad con la que mueven el encuentro. Me gusta cuando quieren ganar y van con todo, o cuando están jugando un amistoso y se lo toman con más calma. Me gustan la decisión a la hora de definir y sus posiciones de ataque.
Y por supuesto, ahora nunca, nunca, nunca me pierdo un partido.
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