Después de llevarlo toda la vida, uno se acostumbra a que el nombre propio es algo de lo más normal. Sobre todo si uno ha tenido la suerte de tener padres benevolentes que han sabido escoger un buen nombre, lejos de esas barrabasadas que se escuchan en Venezuela y otros países menos civilizados. La incultura y las ganas de novedad son una mezcla peligrosa de la que surgen nombres horripilantes.

Al haberme llamado Juan Camilo y no Osnáider o Jarley, siempre sentí que me habían hecho un gran regalo. El mío es un nombre sencillo, bastante común, que no se presta a malas bromas ni confusiones absurdas. O al menos eso pensaba antes de venir a España.

Me di cuenta de que algo fallaba tan pronto bajé del taxi que me traía del aeropuerto, y entré al hotel de la Puerta del Sol donde tenía la reserva. Cuando le di mi nombre al conserje del hotel, éste me miró con cara rara y preguntó: «Perdone, es Juan… ¿Emilio?»

Lo mismo se sucedío una y otra vez, sin que yo pudiera entender la razón. Es cierto que mucha gente no vocaliza bien cuando habla, pero no es mi caso. También es verdad que hay diferencias en la forma de pronunciar ciertos fonemas entre los latinoamericanos y los españoles, pero en mi nombre no aparece ninguno de los sonidos que puedan generar confusión.

Sin embargo, la gente de por aquí sigue confundiendo mi nombre con variantes cada vez más feas y extravagantes. ¿Carmelo? ¿Cecilio? ¿Alirio? ¿Pero qué pasa?

Con el tiempo he ido entendiendo que «Camilo» es un nombre nada común en España, y «Juan Camilo» suena más raro aún. Muchos conocidos se ríen con ciertas mezclas de nombres que usamos cotidianamente en América Latina, porque les suenan a telenovela. Es curioso que los nombres compuestos causen ese efecto en un país donde el rey se llama Juan Carlos, y los dos últimos presidentes son José Luis y José María.

Hay pocas personas que se llamen como yo en esta parte del mundo, y menos Camilos famosos. Por eso es reveladora la reacción que tienen algunos cuando escuchan, entienden y procesan mi nombre. Están los que dicen: «¿Camilo?, ¡Como Camilo Sesto!»… Qué te comparen de primeras con un cantautor amanerado de baladas que estuvo de moda hace veinte años, te da mucha información de esa persona. Te habla de sus gustos y de su nivel cultural. Te dice que te alejes.

Es diferente cuando alguien recuerda al revolucionario cubano, hijo de anarquistas españoles, Camilo Cienfuegos. Que se relacione tu nombre con un valioso combatiente en la lucha contra un dictador corrupto mejora bastante mi concepto de quien lo dice.

Lo mejor es cuando hay algunos españoles con un nivel de cultura un poco más alto, y que al escuchar cómo me llamo recuerdan al Premio Nobel de Literatura Camilo José Cela. Personaje polémico como pocos y todavía muy criticado a nivel literario, fue una de las plumas más lúcidas a la hora de retratar los años de la Guerra Civil y el franquismo. Yo lo admiro bastante como escritor, y me siento halagado de llamarme igual.

Aunque mi nombre sea raro en España, en otros sitios del mundo es mucho más común, como me di cuenta la primera vez que me dio por buscarme en Google (algo que uno hace siempre que tiene un poco de curiosidad, internet y tiempo libre).

Tengo varios homónimos repartidos por el mundo a los que les voy siguiendo la pista de vez en cuando. Uno de ellos es un importante ejecutivo de la televisión, que se mueve por los altos círculos de los medios en Colombia y Estados Unidos. Otro es un muchacho de Medellín al que le gusta el tema del posicionamiento en internet. También hay un pediatra, un aficionado scout, y un hincha del Atlético Nacional.

El lado oscuro de tener gente que se llama igual lo descubrí sin querer en el aeropuerto de Miami. A unos cuantos nos hicieron a un lado en el control de pasaportes, y nos tuvieron allí a un buen rato mientras iban revisando sus asuntos caso por caso. Estuve tres horas sentado en un cuartucho mal ventilado y lleno de gente bajita y morena (la gente rubia y alta no parece tener esos problemas), sudando mientras me imaginaba preso en una cárcel de Florida, encerrado, tatuado y sodomizado por un crimen que no cometí. Luego me explicaron que todo había sido un error, y me dejaron salir sin pedirme disculpas: los gringos no hacen eso.

Días después descubrí una página de internet que te dice quiénes han cometido delitos en Estados Unidos. Allí pude ver unos cuántos Juan Camilo Cano, Camilo Cano, Juan Cano y otras variaciones de mi nombre que aparecían allí registrados como delincuentes. Y entendí que se tardaron un rato en comprobar que yo no fuera ninguno de estos desagradables personajes.

Es lo único que envidio de gente que se llama Keinner, Neolanis o Deicy. Que no tienen tocayos.

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