La primera vez que pedí una cerveza en Madrid, el camarero ni siquiera me dirigió la palabra. Yo estaba recién llegado a la ciudad, apenas llevaba un par de días, y después de caminar un rato alejándome del centro, me dio hambre. Entré al primer local que vi, un sitio como miles en toda España: más largo que ancho, con una barra metálica que apenas deja espacio para unas cuantas mesas pequeñas puestas a lo largo de la pared, butacas altas, servilletas y restos de comida en el suelo, y una máquina tragamonedas en una esquina, alimentada por un jubilado del barrio.

No había más de cinco personas. Me acerqué a la barra y dije: «Buenas tardes. ¿Me da una cerveza, por favor?». El camarero me miró de reojo, y en silencio me sirvió del grifo en un vaso de tubo que era casi la mitad espuma. Y lo puso sobre la barra, frente a mí, con un golpe que hizo derramar parte del líquido. Después de eso, se fue hacia la cocina, sin decirme absolutamente nada. Yo me quedé brevemente atónito. ¿Había hecho algo mal? ¿Algo de mí le habrá molestado? ¿Mi atuendo, mi acento?

Agarré un menú cercano para disimular mi turbación y me distraje buscando algo de comer. Bocatas de calamares, de jamón, de queso… ¿qué será un bocata? Cuando el camarero volvió de la cocina, intentando ser lo más educado posible, le pregunté: «Disculpe. ¿Puedo preguntar una cosa del menú? ¿Qué es un bocata?» Alzó las cejas, se le abrieron los ojos como si le fuera a echar gotas, y me respondió en alto, con voz gruesa: «¡Cómo que qué es un bocata! ¡Pues un pan y lo que va dentro, joder!» Y se fue otra vez.

Me sentía cada vez peor. En el menú aparecía también un sándwich, y yo quería saber la diferencia entre eso y un bocata, pero ya no me atrevía a preguntar. Todo me indicaba que yo, sudamericano recién llegado, no le caía bien a este personaje. Me limité a pedir el sándwich (al menos eso lo conocía) y otra cerveza. La bebida me la sirvieron de la misma manera, rebosante de espuma y con un golpe como si le molestara servirme. Terminé y pedí la cuenta, con algo de vergüenza y con un por favor y un disculpa en la frase. No sirvió de nada, su tono de voz y su mirada seguían igual. Me fui de allí, sintiéndome mal, como regañado.

Me pasó varias veces. En tiendas, en supermercados, en restaurantes. Incluso me sucedió lo mismo con gente que me presentaban. Me daban por saludo un escueto «hola», un seco apretón de manos y una serie de frases cortas y directas. No se trataba sólo de mí, otros amigos sudamericanos tenían la misma impresión a los pocos días de haber llegado. Rápidamente llegamos a la conclusión equivocada de que a los españoles les caíamos mal los extranjeros. Error.

Voy a atreverme a hacer algunas generalizaciones: los españoles son secos, van directo al grano, no se andan con rodeos y dicen las cosas sin ambages. Llaman al pan, pan, al vino, vino y al coño, igual. No necesitan muchas cortesías, y no se reservan más que lo necesario.

Por supuesto, todo esto choca con la forma de ser de un latinoamericano. Por ejemplo, en Colombia sólo para saludar hacemos una serie de preguntas largas sin sentido que no esperan ninguna respuesta. «¿Qué tal? ¿Cómo estás? ¿Cómo van las cosas? ¿Todo bien? ¿Y la familia?» Y las despedidas pueden ser igual de prolongadas. «Bueno, sí hasta luego, que te vaya bien, muchas saludes, estamos hablando, no se te olvide lo de…»

El español se saluda con un hola y se despide con un talogo. No le hacen falta por favores ni fórmulas añadidas. A lo mejor introduce un «perdone» si viene el caso. El servicio al cliente es igual de parco y simple. Las sonrisas son innecesarias. Casi puede parecer grosero.
Desconozco si esto siempre ha sido así. Tal vez hubo una época en la que se trataban de forma diferente, en que la amabilidad en el trato era costumbre. No lo creo.

Yo creí que me estaban regañando todo el tiempo, con su rudeza y su seriedad. Nada más lejos de la realidad. Tan sólo se han adaptado a esta forma de ser; toda una sociedad que ha prescindido de múltiples fórmulas de etiqueta cotidiana. Detrás de esa apariencia de brusquedad hay gente de una enorme capacidad de amabilidad, generosidad y tolerancia.

El español, por su parte, desconfía de quien viene con trato meloso y demasiado amable. Lo ven con otros ojos, a veces como síntoma de que la persona quiere algo de ellos, a veces como una forma de debilidad. Y como persiste una cierta idea de superioridad sobre Latinoamérica, fruto de unos cuantos años de prosperidad, eso deja mal parado al inmigrante que sólo busca el mismo trato al que está acostumbrado en su tierra.

Reitero: es una generalización. Una bastante extendida, que compartimos todos los latinoamericanos que hemos pisado tierras ibéricas. Y muchos otros extranjeros de diferentes países que lo han visto cuando vienen, o han observado a los españoles de visita en otros países. Hay a quien le choca mucho esta actitud. Yo la encuentro interesante, con muchas ventajas.

Me gusta poder decir fácilmente lo que pienso y escucharlo de los demás. Tener frases directas y menos zalamería. Por otro lado, aunque se usa un trato directo, se tutea más fácilmente, y el usted queda reservado a personas mayores o a superiores jerárquicos.

Aún así, no puedo evitar extrañar el trato suave y cariñoso de América Latina cuando me subo a un avión y las azafatas son de alguna aerolínea española. Entonces quisiera estar encerrado a muchos pies de altura con un par de simpáticas asistentes de vuelo de Medellín, que me pregunten todo el tiempo si se me ofrece más vino o si quiero otra almohada. En la aerolínea española me aguanto los retrasos y las pocas disculpas del mal servicio con el estoicismo de haber pasado mucho tiempo en este país. Es otra cultura, y hay que aprender a sobrellevarla.

De cañas por Madrid


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