Estamos oficialmente en verano. Lo dice el calendario, que fija el comienzo de la estación el 21 de junio, tras el solsticio. Lo dicen las temperaturas, que sobrepasan los 35ºC. Lo dicen las prendas, que se van reduciendo cada vez más, mostrando más piel y tapando lo justo. Y lo dicen las obras y construcciones, que en esta época del año se multiplican, aumentando el padecimiento del calor urbano con ruido y polvo.

Curiosamente, la conjunción de estos dos últimos factores, poca ropa y obreros trabajando, dan como resultado uno de los exponentes líricos más importantes de la cultura a nivel internacional: los poemas del andamio. Son esas frases atrevidas, picantes y hasta rayando en la indecencia, que los profesionales de la construcción suelen dedicar a las mujeres atractivas que pasan cerca de su sitio de trabajo.

¡Quien fuera cemento para sujetar ese monumento!

Se trata de un fenómeno universal, subyacente a aquellas civilizaciones que han conseguido edificar construcciones de más de dos niveles. Me puedo imaginar muy fácilmente a un grupo de morenos egipcios, curtidos por el inclemente sol que azota el fértil valle del Nilo, subidos en las rampas de arena que rodeaban la pirámide de Jafra, y gritándoles a las muchachas que traían el agua:

¡Con ese cuerpo, yo te hacia un traje de saliva!

Desde aquellos tiempos remotos, el piropo del obrero se ha convertido en una costumbre que aparece junto con el oficio. Un amigo ingeniero, que por azares de la vida se vio trabajando como peón en una obra, me contaba que al principio era muy tímido y no se atrevía a gritar nada como lo hacían sus compañeros, que sin pudor exclamaban:

¡Señora! ¡Le cambio la hija por un piano y así tocamos los dos!

Con el tiempo, no sólo se fue soltando a la hora de acompañar con silbidos y gritos el paso de una mujer bonita, sino que se le fueron ocurriendo frases de su propia cosecha, que se le venían a la mente  apropiadas para la víctima en cuestión y veloces como un rayo. Me confesó que es de su propia invención la que dice:

¡Con ese pelo tan bonito te hacía yo unas riendas!

Me decía mi amigo que él se limitaba a gritar los halagos que no incluían referencias soeces o directamente sexuales. Le parecían burdos y poco ingeniosos, aunque a veces no pudiera evitar reírse cuando alguien vociferaba:

¡No tengo pelos en la lengua porque tú no quieres…!

Los piropos de obreros no tienen fronteras. Parece que fueran parte de una sociedad secreta que los va pasando de país en país, enriqueciéndolos con la jerga local y las costumbres de cada gente. Hay algunos que se oyen de lado a lado del Atlántico, dondequiera que haya ladrillos, cemento, picas y retroexcavadoras:

¡Lástima que no sea bizco para verte dos veces!

No es que yo sea un gran admirador de estas situaciones. He visto la incomodidad en los rostros de muchas mujeres cuando pasan junto a una construcción y comienzan las miradas, los silbidos, las exclamaciones:

¡Niña! ¡Estás más apretada que los tornillos de un submarino!

Hay incluso quien tilda los piropos como insultos machistas. Frases descontextualizadas que se le dicen a una mujer desconocida, en voz alta y en público. Y que en numerosas ocasiones incluyen alusiones sexuales directas, que pueden ofender.

¡Los que se hacen una paja pensando en ti mueren de sobredosis!

Pero también hay quien se toma una frase bien dicha como un halago. O lo asume con deportividad, como una amiga madrileña de sostén grande y escote pronunciado que iba paseando conmigo cuando le gritaron:

¡Guapa! ¡Maciza! ¡Si me caigo ya sé dónde agarrarme!

Y ella, sin dejar de caminar, se giró y le respondió:

¡Agárrate de la lengua, que la tienes muy larga, capullo!

Por un lado entiendo que cualquiera, cansado del trabajo, del polvo, del sol y la lluvia, de los peligros inherentes al oficio, sienta como una brisa fresca el paso de una bella fémina y no pueda evitar que se le escapen palabras de admiración. Por otro, son imperdonables los toscos intentos de adulación que a veces salen en forma de simples onomatopeyas, o exclamaciones referentes a la anatomía de la afectada.

Porque no hay nada como una frase bien construida, que sale al paso de cualquiera y le alegra el día. A mí no me importaría que me gritaran:

¡Dime cómo te llamas que me lo voy a tatuar en el pecho para cuando muera que me entierren contigo! 

Eso sí que es poesía.

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