A veces creo que a esa gran brecha económica que hubo entre 1925 y 1936 lo llamaron la Gran Depresión por la tristeza que provocaba la falta absoluta de trabajo y dinero entre la mayor parte de la población. Lo que tenemos ahora, esta crisis de pacotilla provocada por la malversación financiera, la especulación inmobiliaria, y el neoliberalismo de los lobby, deja un sabor de boca parecido.

Me apuesto mi cabeza a que con un millón de euros en el bolsillo, no andaría la gente con esas caras largas y esas preocupaciones existenciales profundas. A muchos se les arreglaría la vida con ese milloncito. Como decía un presidente (que tampoco entendía muy bien de qué se trataba): ¡es la economía, estúpidos!

Casi añora uno los tiempos en los que Bismarck se dedicaba a jugar a las alianzas secretas con otros líderes europeos, como los niños del colegio que se unen y separan por motivos absurdos. La política hace tiempo dejó de ser relevante, y ahora la economía manda sobre los que gobiernan, sobre los que legislan y sobre los que imparten justicia. Así está el mundo.

Incluso la democracia, que nunca fue el mejor sistema, pero sigue siendo de lo más aceptable que hay para gobernar países, está viciada por los intereses económicos de forma cada vez más descarada. Ya no hay quien gobierne para los ciudadanos. Los líderes son puestos y depuestos por los poderosos grupos de presión que hay repartidos en todo el mundo y que cada vez son más descarados a la hora de hacer obvias sus pretensiones.

Industrias petroleras y energéticas, medios de comunicación, fabricantes de armamento, emporios financieros, «industrias» culturales. Hoy en día han entrado al juego incluso los grupos medioambientales o los activistas de derechos humanos, a sabiendas de que la única forma de conseguir algo de los gobiernos es convertirse en ese deformado agente de presión que son los lobbies.

Mientras tanto, la gente se queja, o se queda callada, o vota o deja de votar. No importa. En España llevamos semanas con manifestaciones de todo tipo, con una gran expresión de descontento que ha sido la acampada de Sol: cientos de personas que permanecieron en el centro de Madrid en son de protesta. Y todo sigue igual. Esta expresión del hastío de la gente se multiplicó en las principales ciudades, y el 80% de los españoles estuvo a favor del movimiento que se denominó informalmente 15M, por el día en el que comenzó: el 15 de mayo.

Pese a todo, los mismos volvieron a ganar las elecciones. Sólo que del rojo hemos pasado a ser gobernados por el azul. Mientras tanto, los poderes reales, los de esas grandes industrias, siguen ahí tan campantes, enriqueciéndose con cifras récord mientras el común de los ciudadanos se empobrecen. Es triste. Es deprimente. Es la Gran Depresión de nuestro siglo XXI.

Entiendo que de esto en Colombia se ve menos. En Latinoamérica la pobreza, la desigualdad y el desempleo son tan endémicos que no se notan los cambios. También porque eso de que se enriquezcan los de siempre es algo inmutable. Desde los terratenientes que se vuelven presidentes, hasta los banqueros que aparecen en Forbes. Desde las familias con imperios mediáticos hasta las familias con imperios cerveceros. Como los colombianos siempre hemos estado jodidos, no se nota cuando las cosas se joden más.

Algunas esperanzas están puestas en las llamados ‘economías emergentes’. Tan es así, que muchos de los que cruzaron el océano para buscar en España un mejor futuro están regresando a sus países de origen porque las cosas van mejor por allá. Aunque la corrupción y la injusticia social sigan siendo las mismas de siempre.

Yo no quiero regresar. Quiero creer que las conquistas por las que se luchó en Europa no pueden caer tan fácilmente. Quiero pensar que en España no van a privatizar la salud ni las pensiones, que los ricos seguirán pagando más impuestos que los pobres, que la igualdad y la protección al más débil serán de nuevo una directriz de los gobiernos.

Y si no es así, al menos tendré un asiento en primera fila para presenciar la debacle.

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