El verano convierte Madrid en un desierto. No sólo por las altas temperaturas que intensifican la sequedad natural del clima ibérico, sino por la lenta desaparición de la gente. A medida que avanza la estación veraniega y se va acercando el fatídico mes de agosto, Madrid se va transformando en una ciudad semi abandonada; como si de repente hubiera ocurrido una catástrofe natural, o se hubieran desatado algunas de las siete plagas.
La vida urbana va entrando en un extraño letargo. Primero desaparecen los estudiantes, con el fin del curso escolar y la llegada de las vacaciones de verano, las más largas del año. Luego, empiezan a tomarse sus días libres los trabajadores del sector público.
Se va de vacaciones el Rey con su real familia, el Príncipe Felipe con su mujer, el presidente de turno con sus ministros; se van de viaje los congresistas que aquí tampoco trabajan mucho, los jueces de los altos tribunales y los directores de los organismos estatales. Además de ellos se van sus subalternos, las secretarias, los encargados, los asistentes. En las oficinas y despachos suele quedar un pobre tipo al que no le tocan vacaciones, a quien dejan encargado de mantener las apariencias. Se lo puede ver, resentido, consiguiendo más niveles en el Tetris y mejorando su nivel de buscaminas.
En el sector privado suele suceder algo parecido, aunque se queda más gente en las oficinas. Digamos… la mitad. Haciendo el trabajo del resto, claro, entre practicantes, becarios, nuevas incorporaciones y algún extra que contrataron para reemplazar a la que está de permiso por maternidad y a otro que tiene una excedencia por enfermedad. Esos pocos rezagados están menos horas que el resto, porque para estos días se impone el llamado «horario de verano», que consiste generalmente en entrar a trabajar a las ocho de la mañana y salir a eso de las tres de la tarde, luego no atendemos vuelva mañana; sector público o privado, es igual.
La falta de gente hace que todo funcione más lento. Hay menos autobuses, hay que esperar más minutos a que llegue el siguiente metro. Si tienes un trámite, las ventanillas estarán cerradas o abrirán en horarios reducidos. Y sólo habrá un funcionario para atenderte: ése que lleva dos mil puntos en el pinball de Windows y ya es maestro del solitario.
Los pequeños comercios son los siguientes en echar el cierre. Si no hay gente, no hay negocio. La zapatería, la farmacia, la peluquería, la frutería, la carnicería, la panadería, la tienda del barrio. Cuelgan un letrero que dice «Cerrado por Vacaciones«, y anuncian que volverán a finales de agosto o a comienzos de septiembre. Aunque los grandes almacenes de las principales calles se mantienen abiertos, adentrarse por las callejuelas es como sentirse en una ciudad en estado de sitio: persianas cerradas, echado el candado y el sempiterno letrero impreso o escrito a mano, mal o bien puesto en una ventana o una puerta anunciando que está cerrado. Por vacaciones.
La gente se traslada a las playas, a los pueblos de donde son originarios sus familias, se van al extranjero o se buscan un destino más fresco en las montañas. Los que se quedan son los relegados, los que no pueden irse porque les tocó quedarse trabajando o sencillamente no tienen con qué salir ni nadie que los reciba gratis en otro sitio. Y unos cuantos turistas perdidos entre el calor, mirando los monumentos y caminando como zombies por la ciudad semi vacía.
También nos quedamos los que disfrutamos de la ciudad así, ardiente y solitaria. El calor es seco pero no pegajoso y se quita con un buen trago de agua fría, con una cerveza, una sombra, y alguna brisa fresca. Las calles vacías son deliciosas para transitar en vehículos o a pie, sin prisas y con la impresión de estar en una Madrid dormida, aletargada por los efluvios del verano.
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