Se fue el Papa de Madrid y durante toda su visita no pararon las manifestaciones en contra de los millones de euros que se gastaron para el evento de las Juventudes Cristianas. Hubo marchas, las marchas se encontraron con los jóvenes cristianos, hubo enfrentamientos verbales, salieron fotos polémicas de muchachos rezando mientras los laicos les gritaban, luego hubo cargas de la policía antidisturbios, unos cuantos heridos, muchos videos en internet sobre violencia policial , la derecha indignada y la izquierda más. No daban ganas de pasar por el centro.

Sobre todo porque los muchachos que venían de todas partes del mundo estaban más bien ajenos a todo ese asunto, y se paseaban tan contentos por las calles, plazas y parques de Madrid, cantando canciones religiosas en grupo, bebiendo agua de día para apagar el calor, y vino sin consagrar durante la noche para alegrar la trasnochada. Se hicieron pipí en las fuentes, dejaron todo lleno de basura y cantaron hasta la madrugada. Las farmacias vendieron condones, las tiendas vendieron licor, unos peregrinos se perdieron, otros durmieron en la calle. Porque antes que católicos son jóvenes, y este viaje más que un peregrinaje santo fue un paseo barato.

Me acuerdo que con su edad también me hubiera emocionado ver al Papa. En ese entonces vivía feliz en mi ignorancia dentro de la religión católica, sin haber leído nada de historia, de filosofía, de sociología, de política. Si me hubieran propuesto venir a España cinco días por trescientos euros, con alojamiento, transportes y comida pagados, no me lo hubiera pensado dos veces. Es más, si me invitan ahora, me visto con los colores del Vaticano y les rezo todo lo que me acuerdo: hasta sé los libros de la Biblia de memoria, algo que nunca me ha servido.

Lo que sí me da algo de temor en un viaje de ésos es ver a tanto niño reunido con tanto cura suelto. No puede uno dejar de pensar en todas las acusaciones de pederastia que hay en el mundo, y todas las que van saliendo a medida que se conocen las demás. Es como un efecto bola de nieve, porque ahora mucha gente se atreve a denunciar lo que le pasó. En otras épocas a nadie se le ocurría acusar a un sacerdote por cosas sexuales. Eran intocables.

Pese a que ahora se conocen muchos delitos cometidos por religiosos, a esta gente no la castiga ni el Papa. Se supo hace poco que cuando el arzobispo Ratzinger no había subido de nivel y era obispo de Munich, escondió el caso de un cura que había violado a varios niños, y lo trasladó para mantenerlo alejado del sitio donde había cometido los crímenes.

Cuando presidía la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de vigilar a los sacerdotes, metió bajo la alfombra las denuncias de religiosos que habían abusado de menores, ordenando a los obispos mantener en secreto todos los procesos, incluyendo el caso de 200 niños sordos abusados en Estados Unidos.

Dijo un arzobispo del Vaticano que investiga el tema, que son «sólo entre el 1,5% y el 5% los religiosos han cometido actos de este tipo». Menos mal, únicamente hay una opción entre 50 de que le toque a uno un cura pedófilo. Me parecen altas las probabilidades. Por barato que le salga a un joven ir a ver al Papa, no vale la pena un trauma de por vida.

Con tan mala fama, se entiende que a muchos madrileños no les haga nada de gracia tener tanta sotana paseándose por Madrid, y tanto menor de edad con ellos. Aún así, aquí nadie se va a poner a quemar curas ni a violar monjas (hay que estar muy loco para hacer lo primero y muy desesperado para hacer lo segundo).

Las protestas de Madrid tienen que ver con otro aspecto: la financiación de la Iglesia Católica en España, que organiza eventos multitudinarios como éste con dinero público, mientras se dedica a evangelizar en contra de las libertades de los demás para imponer sus propias doctrinas. No es nada nuevo, lo han hecho siempre, pero cada vez con menos éxito.

Por ejemplo, la libertad de cultos es uno de los grandes avances reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, (ésa que han firmado casi todos los países civilizados del mundo menos el Vaticano, porque según Pio XII «no menciona a dios»). Si no fuera por el laicismo y la razón, no existiría esa libertad, como no existe en efecto en muchos países árabes donde la religión domina todos los ámbitos de la sociedad. En occidente nos hemos ido librando de esa lacra, y gracias a eso tenemos culturas más prósperas y civilizadas.

Antes de irse de Madrid, el Papa reunió a miles de sus fieles y les dijo: «Hay muchos (…) que desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto».

Lo que parece molestarle a Ratzinger es que, en efecto, desde que terminó la Edad Media se ha conseguido separar la Iglesia del Estado, para que sean los propios ciudadanos -sin la intermediación de ningún dios ni de sus sacerdotes- los que decidan lo que es bueno y lo que es malo. Cuando no es así, tenemos casos como los de Irán o Araba Saudí, donde un grupo cerrado de iluminados deciden «lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo». Y no suele ser muy justo: lapidaciones y otras barbaries. O como la justicia religiosa para los sacerdotes pedófilos: se vuelven viejitos y se mueren tan tranquilos.

Gracias al laicismo (y no gracias a dios) tenemos sistemas de leyes que, basados en esquemas racionales, intentan impartir orden y justicia en la sociedad. Por eso la religión le teme tanto a un Estado laico y se opone a esa idea: porque les quita privilegios y poder sobre las multitudes, y le da el mismo trato que a otras religiones. En el laicismo cada uno es libre de creer en lo que quiera, pero la religión queda limitada a la vida personal del individuo, en su casa y en su templo, no en los gobiernos ni en la educación ni en las leyes.

Y la justicia de dios queda para los creyentes. Porque como bien dijo un pobre revolucionario harapiento, que detestaba a esos prelados gordos y opulentos que se vieron en Madrid por estos días: «a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César».

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