Madrid tiene
una personalidad con serios trastornos bipolares y una fuerte tendencia
esquizoide. Siempre he creído que las ciudades tienen una personalidad propia. La van adquiriendo por su ubicación, por su desarrollo histórico, por sus habitantes. Se van rodeando de una forma de ser que las define, al marcarles un ritmo de vida, unas dificultades y unas ventajas particulares. Van creciendo y creándose una forma de ser única, digna de ser analizada. Y Madrid, con todos sus años y sus millones de personas a cuestas, merece un buen psiquiátrico.

Sin embargo, como suele suceder con muchos pacientes que presentan esos cuadros mentales, en su apariencia exterior parece ser una ciudad perfectamente sana: un bonito centro histórico, unas avenidas monumentales con arboledas, un metro funcional y limpio, unos museos excelentes, hoteles, parques y restaurantes.

Es lo que ves cuando saludas de la mano a Madrid, hablas con la ciudad un rato y luego te despides. Visita turística estándar de unos cuantos días, aeropuerto y adiós. No lo critico: yo mismo he hecho algo parecido en decenas de ciudades, porque no hay tiempo para más. No se puede conocer todo a fondo, sólo aquello que permiten los límites de nuestras posibilidades.

Quedarse más tiempo implica ir descubriendo, por ejemplo, que Madrid es una ciudad que se da golpes en la cabeza para salir de un pasado conservador que la mantiene anclada. La capital del Imperio donde Nunca se Ponía el Sol, centro creador del Siglo de Oro y eje de la desgracia y ruina de España, todavía vive en las calles más viejas y en el recuerdo de muchos que suspiran frente a los cuadros de Felipe II del Museo del Prado. Pintores, escritores, arquitectos de hoy en día se crían bajo el influjo poderoso de una grandeza fugaz y extinta hace tiempo, y se quedan atrapados ahí, haciendo (¡todavía hoy!) versiones trasgresoras de las Meninas.

Parte de ese sueño de gloria persiste en la memoria de los que añoran al dictador desaparecido («¿si franco viviera»), quien dejó su huella sobre la ciudad donde gobernó durante cuatro décadas después de tomarla a cañonazos y ejecuciones. Un sueño que compartió ese otro bajito de bigote, presidente electo, al reunirse con Bush y Blair para sentirse uno de ellos. Madrid sueña con grandezas pasadas, con los ojos abiertos y babeando un poco.

Frente a esa mole decadente de reyes, duquesas, empresarios de puro y coñac, políticos ineptos y banqueros sin escrúpulos, en Madrid aparece también una juventud que se renueva cada cierto tiempo con ímpetu de cambio esas calles empedradas de feudalismo conservador. Son las ideas que en boca de un Quevedo joven y juerguista le hablan con cinismo a esa Madrid que ya por aquel siglo XVII era una urbe trastornada por economías irresponsables:


No sabes escuchar ruegos baratos,

y sólo quien te da te quita dudas;

no te gobiernan textos, sino tratos.

Pues que de intento y de interés no mudas,

o lávate las manos con Pilatos,

o, con la bolsa, ahórcate con Judas.


Esa Madrid que se subleva contra el opresor, sea quien sea, desde Napoleón hasta el fascista dictador que viene a conquistarla. Una ciudad inconforme, llena de nuevas ideas, de rebeliones y ganas de cambio. Hoy la vemos en la mecha de indignación que, con mucho orgullo, nació en la Puerta del Sol y se extiende por todo el mundo. Acampadas de protesta, marchas pacíficas, muestras de descontento que retumban en los medios de comunicación y son la comidilla del Madrid pétreo y acomodado.

Quienes estamos en medio no tenemos más remedio que aceptar a Madrid con todo lo que surge de ese enfrentamiento bipolar consigo misma: con sus corridas de toros y sus activistas anti taurinos; con las mansiones al norte y los barrios obreros al sur; con los hippies okupas que se toman edificios enteros, y los neonazis fascistas de botas militares y esvásticas; con una condesa cínica y arribista en el gobierno local, y un abogado venezolano gay en el concejo de la ciudad.

Aceptar a Madrid es amarla, aunque sepas que en algún momento cambiará tanto que tendrás que dejarla. Lo supo el poeta Rafael Alberti, quien tras huir del franquismo, otra vorágine de delirio mental, nunca dejó de querer a Madrid en su exilio por amiga, por amiga.

Sólo por amiga.
Por amante, por querida.
Sólo por querida.
Por esposa, no.
Sólo por amiga.

De cañas por Madrid


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