Madrid es una de esas ciudades del mundo por donde a veces se pasean los famosos cuando están haciendo giras de promoción. Hace algunos años estaba por aquí Morgan Freeman tras el lanzamiento de una de sus películas más intrascendentes, y por cuestiones lúdicas y laborales me concedieron unos cuantos minutos para hacerle una breve entrevista.
Morgan Freeman ha sido, y lo sigue siendo, uno de mis actores favoritos. Antes de 1995, perdonen mi ignorancia en virtud de mi juventud de aquel entonces, apenas lo conocía. Sabía que había ganado el Oscar a Mejor Actor por Driving Miss Daisy (que jamás vi) y que había salido en Unforgiven y en el Robin Hood de Kevin Costner, y poco más.
Sin embargo, tras su papel en Se7en y en The Shawshank Redemption, llevando el peso del relato en dos guiones fantásticos y muy bien construidos, me volví fan incondicional del actor. Saber que iba a conocerlo me producía una gran satisfacción. Por eso, y aunque no soy muy aficionado a los autógrafos, decidí sacar de mi estantería el DVD de The Shawshank Redemption y comprar el de Se7en, con la esperanza de que al señor Freeman no le importara firmar ambos.
En el Corte Inglés no lo tenían. En la Fnac no estaba. En otras cuatro tiendas de películas y discos del centro (muchas de ellas desaparecidas ya) me decían lo mismo. Sin poderlo creer, y aprovechando una tarde libre, me fui de paseo a los centros comerciales de la periferia. Pero en Mediamarkt no estaba, en el Carrefour tampoco, y en el AlCampo menos. Visité otras cinco tiendas especializadas en diferentes partes de la ciudad, y fue ahí donde me explicaron que estaba descatalogado.
¿Cómo que descatalogado? Pues resulta que estaban preparando una edición especial para el año siguiente, y por eso habían dejado de vender los DVD normales. Y salvo que lo consiguiera de segunda mano, no había ninguna posibilidad de encontrarlo en la ciudad. «Tal vez puedas pedirlo por internet», me dijeron.
Cuando lo busqué en San Google, lo primero que me salió fue un archivo de descarga, una copia comprimida de la película con todos los idiomas y los extras que podía bajar, grabar en un DVD virgen y ver tranquilamente en mi televisor. Se7en no estaba a la venta en ninguna tienda física, pero los «piratas» de internet ya habían llenado ese nicho de mercado y me lo estaban ofreciendo gratis.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que esa industria estaba moribunda.
También fue cuando vencí mis reticencias e instalé un programa de intercambio de archivos P2P. La conexión iba lenta, pero con paciencia y dejando el PC encendido durante muchas horas, uno podía irse bajando esas películas imposibles de encontrar en un Blockbuster (¿se acuerdan de Blockbuster, ése que no quiso comprar Netflix?).
A paso de mula pude ver los diez mandamientos de Kieslowski, encontré la primera versión de Little Shop of Horrors y me reí con los cortos de Buster Keaton. Descargué Los Soprano y otras series imposibles ver en otro formato que no fuera el repulsivo doblaje español. Y encontré grupos de música de los que jamás había oído hablar, pero a quienes luego pude ver en vivo y en directo en sus conciertos.
Me volví lo que la «industria cultural» llama un pirata. Algo que suena terrible, pese a que en España ese tipo de descargas no son ilegales (ni siquiera ahora, después de que aprobaran una ley absurda que lleva el nombre de una pésima Ministra de Cultura). Lo más curioso es que esa acusación de piratería sólo la sufría cuando compraba un DVD original: tras pagar veinte euros, tenía que tragarme los anuncios del ministerio que no se podían saltar, diciéndome que era un ladrón por bajar películas. Un mensaje estúpido que no venía en las películas realmente piratas.
Confieso que, parche en el ojo y pata de palo, me bajé de la mula y me subí al carro de las descargas directas. Por eso hoy me jode bastante que hayan cerrado Megaupload, y que las otras empresas similares estén restringiendo sus servicios por temor a que les pase algo parecido. Me jode porque parece que las leyes de Estados Unidos se pueden aplicar en cualquier país del mundo, porque los derechos de propiedad intelectual parecen ser más importantes que los derechos humanos, y porque no pude terminar de descargar el primer capítulo de la segunda temporada de Sherlock (muy recomendada).
No importa: si es necesario, usaré Downupload o Rapidshare o Fileserve o Netload o Bitshare o Filejungle. Y si las cierran todas, volveré al P2P. Y si acaban con todo, publicaré anuncios y me citaré con gente en parques y cafés para intercambiar archivos de series, de música y de películas, como si fuera un mercadillo.
Porque ya no puedo volver atrás. Ya no quiero ver sólo las películas que las distribuidoras deciden que es rentable traer al país. Ya no quiero ver series mal dobladas al castellano por los mismos actores de doblaje (¿por qué escucho las voces de los Simpson en todas partes?). No quiero depender de lo que a la cadena de televisión de turno se le antoje programar, ni estar diez minutos viendo cortes de una publicidad que en el mejor de los casos no me interesa, y en el peor me ofende. No quiero tener que buscar incansablemente una película que quiero ver y que no existe porque a una industria decadente se le ocurrió descatalogarla. ¡Es el siglo XXI, por todos los cielos!
Años atrás, cuando esta revolución apenas estaba comenzando, fui a entrevistar a Morgan Freeman, y conseguí su firma en el DVD de The Shawshank Redemption. Con esa voz grave de dios de los cristianos me respondió un par de preguntas y salí bastante contento por haberlo conocido.
Al cabo de un tiempo, durante el 2009, se cumplieron 40 años de la publicación de El Padrino. Quise releerlo, pero no había forma de encontrar un ejemplar en ninguna librería porque «estaba descatalogado». Tuve que sacarlo de una biblioteca. Después de decidir que ya no volveré a comprar más libros, tengo El Padrino en mi ebook, junto con otros mil libros y un ensayo que explica por qué la industria editorial será la siguiente en caer.
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