Mientras la atención de América Latina estaba centrada en burradas, bacanales y borracheras políticas en la reunión de Cartagena de Indias, a este lado del charco las noticias, chistes y conversaciones tenían como protagonistas al rey de España y un pobre elefante muerto.
Queda poca gente que no haya visto la foto del monarca español bien orgulloso junto al cuerpo de un triste paquidermo, posando al lado del empresario estadounidense que se dedica a acabar con peligrosas bestias salvajes en Botsuana. Un periplo del que se supo por que el Rey metió la pata: metió la pata donde no debía, se cayó, se quebró la cadera; y al ser atendido en Madrid, la noticia trascendió primero a la prensa y luego a internet, donde sigue dando vueltas en forma de comentarios, bromas, montajes y mucha indignación.
Se da por sentado que el viaje del Rey es despreciable desde muchos puntos de vista: porque España está en su peor momento de crisis y un as vacaciones así cuestan miles de euros que los contribuyentes pagan para mantener una realeza que es (en el mejor de los casos) poco útil y en el peor, un anacronismo. Porque se ve fatal que un monarca europeo se vaya de safari a uno de los países más pobres del mundo, como si estuviéramos en épocas de colonias. Porque es ridículo que un miembro honorario de la World Widelife Fundation, dedicada a proteger la fauna, se regocije disparando contra especies protegidas. Eso sólo para empezar.
Lo peor es que la metida de pata de Juan Carlos de Borbón cae en el peor momento posible para la monarquía española, envuelta en un escándalo por su yerno, el duque de Palma, acusado de robar dinero público para su beneficio. Como si fuera poco, una semana antes el nieto mayor del Rey se disparó en el pie yendo de caza con su padre, una negligencia muy grave teniendo en cuenta que el pequeño de trece años no tiene edad legal para usar armas de fuego. Si no tuviera la sangre azul, ya se lo estarían llevando en custodia los servicios sociales, para alejarlo de la irresponsabilidad paterna.
Las metidas de pata han sido profundas en un pozo que está lleno de mierda para dar y regalar. Se recuerda que a los dieciocho años el rey Juan Carlos mató a su hermano Alfonso por accidente, cuando se le disparó un revólver. Tan trágico suceso no ha sido impedimento para que el rey, a lo largo de muchos años, haya tenido siempre un gusto casi obsesivo por usar armas de fuego en la caza de animales salvajes de todo tipo, desde tigres hasta osos.
Peores aún son las constantes menciones a la fingida unidad de la Familia Real, rota por las constantes infidelidades del mundano monarca que son bien conocidas por todos los españoles (pero de puertas para adentro: la prensa hasta ahora nunca se ha atrevido a meterse con las testas coronadas). Se sabe que los reyes de España no duermen juntos desde hace décadas, que comparten poco o nada de su vida conyugal, y que todo se mantiene por mantener la farsa. Algo muy importante en un país donde quienes apoyan la monarquía son casi siempre los más católicos y conservadores. Aun así la Reina, que estaba de viaje en Grecia mientras su marido disparaba a elefantes, regresó a Madrid y estuvo visitándolo en el hospital… una media hora.
Desde que Franco puso al Rey, en España queda mucho súbdito con vocación de siervo medieval que defiende eso de que haya gente con más derechos. Españoles para los cuales no todos nacemos iguales, y que se sienten orgullosos de que existan personas con prerrogativas legales hereditarias, a quienes hay que pagarles sus lujos con el dinero de todos. Cuando había mucho tal vez importaba menos, pero hoy, con cinco millones de personas sin trabajo, y una clase política incapaz, hay cada vez más gente pidiendo que se elimine tanta vagabundería inútil, tanta hipocresía. La realeza en el siglo XXI se puede mantener como objeto decorativo, como artículo de lujo, pero en épocas de pobreza hay que deshacerse de los lujos, sobre todo de los más inútiles.
Yo sé que en América Latina resulta simpático el rey Juan Carlos, y cuando va de visita se le atiende con toda la consideración que merece un Jefe de Estado, se le escuchan los discursos y se le ríen las bromas. Porque lo de tener un rey resulta divertido de lejos, cuando no hay que pagarlo. Y aquí en España nos cuesta millones de euros y muchos quebraderos de cabeza con sus constantes metidas de pata.
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