Me lo dice mi familia, me lo preguntan mis amigos, me lo comentan antiguos colegas. Si está eso tan complicado en España, si no hay trabajo, si no se le ve fin a la crisis… ¿por qué no regresar? De hecho, cada vez son más los emigrantes que, tras pasar años en España, han decidido volver porque la cosa se puso muy difícil. «Venga que acá consigue algo», me dicen. «Colombia está muy chévere», me aseguran. «Hasta los españoles se están viniendo», me cuentan.

Pero yo no quiero volver. Todavía no.

Cuando lo comento con otros colombianos que también se encuentran en una situación difícil en España, y que prefieren aguantar antes que marcharse, todos coincidimos en que la principal razón para no querer regresar es la misma: la tranquilidad.

Lo explico: uno como colombiano anda con una paranoia aprendida que es necesaria para sobrevivir en un país que tiene uno de los índices de criminalidad más altos del mundo. Esa paranoia es un mecanismo de defensa adquirido por educación y necesario a la hora de sobrevivir. Yo ni siquiera sabía que lo tenía hasta que vine a Madrid, y una amiga me llevó caminando por calles solitarias del centro a las cuatro de la mañana. Mientras yo iba mirando de lado a lado las esquinas, las sombras, la gente que venía, ella iba tan tranquila como si brillara el sol y fuéramos por el campo. Eso se va perdiendo, como un peso que se quita gradualmente de los hombros, y se agradece no tenerlo más.

Tristemente, los colombianos nos hemos acostumbrado a la enorme cantidad de delitos que se cometen impunemente. Ni siquiera hablo de guerrilla, paramilitares o narcotráfico, sino de esa violencia cotidiana de atracos, violaciones, paseos millonarios y homicidios que son el pan de cada día en nuestras ciudades, y que ya son tan comunes que ni siquiera son noticia. Para decirlo con cifras claras: en todo 2011, apenas hubo 42 homicidios en todo Madrid. En Bogotá, con el doble de habitantes, hubo 1.632 muertes violentas. Y eso que bajaron.

Hablando de delitos en general, la probabilidad de que a uno le pase algo se multiplica por mil, estando en Colombia.

Esto es fundamental a la hora de pensar en volver, porque nadie quiere vivir con miedo después de haberlo perdido. Hace parte de una calidad de vida en la que repercute otro aspecto con más variantes: los servicios públicos. La seguridad social universal española es considerada, incluso con los duros recortes que está sufriendo, una de las mejores del mundo. El transporte público funciona con bastante eficiencia, y las infraestructuras que se construyeron en las épocas de bonanza no van a desaparecer de la noche a la mañana porque haya llegado la crisis. Recuerdo haberme quedado días enteros en Bogotá sin agua, luz o teléfono por una avería. Aquí los desperfectos los arreglan en unas cuantas horas, salvo casos de fuerza mayor. La educación es el único punto donde Colombia saca alguna ventaja, tal vez gracias a que se invierte casi el 14% del PIB en educación, y lo único triste es que esa cifra sea igual al gasto en defensa (que en el fondo no es más que plata botada en defendernos de nosotros mismos).

Queda un aspecto más complejo, pero que es el que más me duele: la desigualdad. La brecha entre lo que ganan los más ricos y los más pobres en Colombia es una de las más grandes del mundo. Todos estos años de crecimiento económico no han servido para cambiar esta situación que es, sin lugar a dudas, el origen de tanta violencia. En España ese índice ha venido empeorando desde 1998, y actualmente la gente está mucho más empobrecida. Pero la situación está todavía muy lejos de lo que es ya común en Colombia: un país donde mueren de hambre cinco mil niños cada año, pero que cada vez tiene más multimillonarios en la lista de Forbes. Un país que se acostumbró a los tugurios y los mendigos y los vendedores en los semáforos.

Pero la decisión de volver no siempre tiene que ver con las comparaciones. Después de un tiempo uno aprende a querer el país que lo adoptó, la ciudad que lo acogió, la gente que ha ido conociendo, los lugares que se visitan a diario, el clima, las costumbres y la comida. Con los años se pasa de «no ser de aquí ni de allá», a ser de ambos lugares. A tener el corazón compartido. A querer que las cosas malas de allí desaparezcan. Y a extrañar lo bueno de allí, que siempre hace falta.
Si ya fue duro dejarlo todo una vez, no saben lo difícil que es hacerlo por segunda vez, así sea para volver. Eso también cuenta.

Aún así, la duda persiste: ¿quedarse y aguantar el temporal, o marcharse de nuevo, a buscar mejores vientos?

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