Es difícil intentar explicar por estos lares el resultado de las votaciones del plebiscito en Colombia, ante el lógico desconcierto de muchos amigos y conocidos que, desde España y otras partes de Europa y el mundo, no paran de preguntar por las razones de tan extraño comportamiento por parte de los votantes colombianos.

Un resultado inverosímil para los extranjeros, sobre todo teniendo en cuenta que el SÍ ha ganado en la mayor parte de las embajadas y consulados. Tiene sentido: una gran parte de quienes estamos en fuera del país hemos querido escapar por convicción o a la fuerza de esa terrible situación que vive Colombia desde hace décadas.

Más complejo resulta entender lo que sucede cuando las estadísticas revelan que en las zonas más afectadas por esa violencia, en los poblados campesinos que han sufrido en carne propia la cruda realidad de la guerra interna, es donde más ha triunfado la aceptación a los acuerdos de paz. Por el contrario, el NO ha tenido su auge en las ciudades, en zonas más acomodadas y protegidas, donde la guerra se siente poco, si acaso cuando se viaja a la finca o se hace turismo.

¿Cómo se explica a alguien ajeno a la realidad colombiana este despropósito que ha sucedido? Voy a intentar hacer un resumen.

Las FARC son una guerrilla que nace en los años 60 tras el bombardeo a un grupo de campesinos armados que pedían justicia social y tierras. Tras décadas de lucha armada, empiezan un proceso de paz en la década de los 80 que es boicoteado por sectores oscuros del Gobierno, el Ejército, los narcotraficantes y los paramilitares. Las FARC formaron un brazo político, la Unión Patriótica, cuyos miembros fueron asesinados uno a uno a lo largo de varios años: más 3.000 personas de la UP exterminadas en un genocidio político del que se conoce poco incluso dentro del país. De ahí viene la desconfianza de las FARC a los proceso de paz.

Con la desaparición de los grandes narcos en los 90, las FARC se hacen con los cultivos de droga y adquieren un poder y un dinero que no tenían. Muertos o exiliados sus miembros más propicios al diálogo político, su brazo armado toma la delantera y se dedica a una dura guerra contra el Estado. Con la astuta promesa de iniciar un proceso de paz que no pretenden cumplir, la guerrilla engaña a Andrés Pastrana, un candidato presidencial (hijo mimado de otro presidente). Gracias a esto, el candidato gana las elecciones y adelanta un terrible proceso de paz con concesiones absurdas que permitió al grupo guerrillero conseguir más influencia, poder y territorios. Tras años de un terrible gobierno, el proceso fracasa dejando unas FARC más fuertes y violentas que nunca. De ahí viene la desconfianza de la sociedad colombiana a la paz con las FARC.

Santos y Uribe

Usando la promesa de “mano dura” llega Álvaro Uribe a la presidencia con una importante mayoría y se hace relegir de forma fraudulenta, modificando la constitución. Si bien consigue reducir significativamente a las FARC, no consigue derrotarla, ni siquiera duplicando el gasto en defensa y atacándola en todos los frentes.  Esto se hace, además, a costa de grandes violaciones a la constitución, el derecho internacional, los derechos humanos, persecución a opositores y corrupción gubernamental sin precedentes.

Tras fracasar el segundo intento de reelección de Uribe, su antiguo ministro de Defensa llega al poder con la promesa de continuar la labor de guerra. Sin embargo, Juan Manuel Santos decide poner en marcha un proceso de paz con las FARC. Esto es visto por Uribe como una traición personal y política, que se agrava tras ser reelegido Santos frente al candidato títere del partido uribista.

A partir de ahí, comienzan los duros ataques al proceso de paz por parte del expresidente y ahora Senador Uribe, quien usa todo su aparato político y mediático para hacer fracasar el proceso de paz, pese a que se le ofrece entrar a participar en él. No es de extrañar que en su feudo político, la región de Antioquia, haya ganado el no con rotundidad (excepto en los poblados afectados por la guerra: ahí ha ganado el SI).

A esto hay que sumarle muchos intereses económicos en la continuación de una guerra que mueve miles de millones al año, la intensa desconfianza que genera la guerrilla en los sectores acomodados del país, el temor de los terratenientes a una posible repartición de tierras mal habidas en las décadas de guerra, y un constante miedo hacia la izquierda en un país que siempre ha sido de derechas porque ha eliminado con plomo cualquier otra opción a lo largo de su historia.

Y por supuesto, una realidad que no se puede ocultar: los colombianos siempre hemos sido nuestros peores enemigos. Sin importar que se comparta el mismo idioma, la misma religión (esa que habla tanto de perdón), las mismas costumbres, la misma patria, los mismos colores, nadie odia más a un colombiano que otro colombiano.

Esta vez no ha sido la excepción.