La alcaldía de Madrid no va a retirar de la Puerta del Sol, sitio emblemático de la capital española, la enorme valla de la serie Narcos como lo ha pedido la ministra de Exteriores de Colombia. Un Pablo Escobar de dimensiones gigantescas les seguirá deseando una blanca navidad a los madrileños, en un claro eufemismo de la coca que hizo famoso al más reconocible y cruel de los narcotraficantes, en un punto de Madrid por donde pasan miles de personas cada día.

 

No se puede negar que, como campaña publicitaria, el anuncio ha sido un éxito. Tanto como lo es la serie de Narcos, una de las más vistas entre los 75 millones de suscriptores de Netflix en el mundo. Yo no he conseguido engancharme a la trama, tal vez por el ritmo desigual, tal vez por no poder conseguir disociar la realidad de la ficción: algo que nos pasa mucho a quienes vivimos en Medellín cuando Escobar azotaba el país con su terrible violencia.

Y aún así, me encanta que exista Narcos y agradezco su éxito.

Contrario a la postura del Gobierno colombiano y a la de muchos compatriotas indignados con la serie, incluidos amigos y amigas que sufrieron los estragos de ese oscuro período, yo creo que Narcos ha servido para que millones de personas en todo el mundo consigan empatizar con un sufrimiento que desconocían, con historias terribles que fueron reales y de las que apenas se supo por las noticias.

Aunque podría pensarse que Narcos banaliza la figura de uno de los peores criminales del siglo XX, al ver la serie nadie puede poner en duda que lo sucedido fue terrible y que no debe repetirse. La lección moral es clara en su crudeza, en su violencia, en su forma de mostrar una realidad histórica que fuera de nuestras fronteras se ve borrosa porque se narró desde el morbo de la noticia, sin que nadie pudiera sentir una verdadera conexión emocional por la realidad colombiana.

Con todas las carencias que tiene el formato televisivo, se está contando la historia de cómo sufrió Colombia por una guerra contra las drogas que nunca debió existir, la de un personaje terrorífico que jamás debió tener tanto poder ni dinero, y que transformó al país en algo peor. Después de décadas de ser menospreciados, de ser tratados como parias, de ser ninguneados, expulsados, temidos y despreciados, los colombianos podemos ser reconocidos al fin por haber superado esa época de barbarie.

Detrás de cada sonrisa de un extranjero que intenta imitar nuestro “hijueputa”, que se ríe con el “plata o plomo”, que se sorprende de que “gonorrea” sea un insulto, detrás de cada frase de “me acordé de ti, porque vi Narcos”, viene un comentario sobre lo impresionante que fue el conocer la historia reciente de nuestro país, una curiosidad por conocer más, por saber cómo hemos ido saliendo de ese pozo profundo de mafias del narcotráfico, paramilitares, guerrilla, asesinatos, magnicidios, bombas y sicarios.

Ya es hora de se sepa que esta guerra contra las drogas impuesta por Estados Unidos es tan estúpida, inútil y criminal como se refleja en Narcos. Si el precio a pagar para que el mundo entienda lo que hemos sufrido por ello es convertir a Pablo Escobar en un icono pop que se cuelga en las vallas para promocionar una serie, creo que salimos ganando.