Camila,  salió de su apartamento a las 10 de la mañana, se despidió del portero después de los comentarios cotidianos sobre el pronostico del clima. Había sol y cielo azul en ese jueves bogotano. Ella caminó hasta llegar a la Avenida el Dorado, por la estación de Corferias. Una zona que se volvió muy ruidosa, pasa el Transmilenio, los buses duales, carros, motos, bicicletas y a esa hora hay movimiento de gente. Tomó el pasillo de locales, pasó por una cafetería y droguería, hasta que llegó al local de servicio de correos, donde tenía que pagar la cuenta de su celular.

Como de costumbre, saludó a la cajera, dio el número de factura y esperó. Al instante, entraron al local tres jóvenes que Camila vio a través del cristal de la ventanilla de la cajera.Alcanzó a distinguir que dos llevaban saco con capucha y otra más con cabello largo. Los rostros los veía borrosos. Se percibió una rara tensión. Ella empezó a sentirse incómoda y en alerta, de esa que tensiona el estómago y pone a bombear el corazón. La cajera fijó la mirada en los jóvenes. Ellos se ubicaron detrás de Camila. Ahora se burlaban entre ellos y decían » deme una monedita».

Sin mostrarse asustada, Camila se giró hacia la entrada del local y les echó un vistazo. Advirtió que eran tres hombres entre 20 y 23 años de edad, con pinta de estudiantes, por sus morrales, tenis, jeans y su aspecto general.

Mientras tanto, la cajera miró a los ojos a Camila y en voz semi baja le dijo el valor a pagar.  Salir del lugar de inmediato, pensó Camila. Pero se quedó y sacó de su mochila dos billetes de 50 mil pesos que sin soltarlos de su mano los pasó por el vidrio que separaba a la cajera. En microsegundos sintió un raponazo y el rasguño en su mano derecha. Uno de los jóvenes le había arrebatado el dinero, mientras los otros ya se acercaban a la salida del local. El raponero con voz enérgica y groserías, les dijo: quietas, no griten y nada de escándalos, no se les ocurra salir de aquí porque se joden. Y después de señalarlas, con el dedo índice y empuñando la mano que apretaba los dos billetes caminó hacia la puerta y salió por el corredor de los locales.

Unos metros más adelante el raponero fue tumbado al piso por un perro grande que se fue detrás de él y por la espalda lo empujó hasta caer, una vez escuchara el comando de defensa de su dueña… Camila.

Juancho, es el perro que tumbó al raponero, que con recios y ensordecedores ladridos, llamó la atención de algunos, que después dijeron: «¡fue un ataque de un perro bravo, al muchacho!»  que le mordía y jalaba de la chaqueta.

Muy asustado, el atacado, soltó el dinero y salió a correr hacia la carrera 41. Ya no se veían los otros compañeros del hurto.

¡Ratero!, ¡hijueputa ladrón! le gritó Camila, mientras Juancho seguía ladrando escandalosamente, llamando la atención de la gente.  Todo pasó en segundos, Camila trató de calmar a su perro y tomándolo del collar, se dirigieron al local para pagar la cuenta de su celular con el dinero recuperado.

Lo que ocurrió después son cosas que emputan, porque los vecinos solo vieron un ataque de un perro bravo a un joven. Policía en el lugar nunca hubo. Algunos chismosos miraban con desconfianza al perro y a Camila cuando caminaron nuevamente hacia su casa.

Esto sucede en Bogotá y en cualquier barrio, y en muchas ciudades. ¿Quiénes eran los ladrones? ¿Para qué querían la plata? ¿Qué hubiera pasado si Juancho, el perro no obedece a Camila? ¿Qué hubiera pasado si la policía estuviera patrullando en ese lugar? ¿Cómo nos protegernos unos a otros sin ser sapos ni agresores? ¿Si la Policía hubiera capturado a los jóvenes y Camila los hubiera denunciado, hoy dónde estarían?

Si quieren pueden contestar las preguntas, porque hoy no escribimos sobre fútbol y/o política. Más bien nos preguntamos que podemos hacer los ciudadanos como corresponsables de ciudades más seguras.