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Por fin algo distinto en la narrativa colombiana, aunque por su contenido y estilo, la obra parece norteamericana. Tres novelas, no tan cortas, que bien podrían emparentarse con las de Cormac McCarthy, en especial No es país para viejos. Hay que ver no más ese episodio de Shotgun Zen, en el que un comisario encuentra una camioneta volcada, muchos muertos y un solo sobreviviente agónico que pide agua. La violencia sexual y física de la mencionada primera novela de la trilogía nada dista de las películas de Tarantino. El lector se enfrenta a situaciones extremas narradas con un lenguaje sorprendente… vigoroso, no exento de escatología motivada por las circunstancias de la trama. Un padre que aupado en su condición de representante de la ley (en donde él es la ley), viola sistemáticamente a su hija; un parricidio con trazas de eutanasia perpetrado por un autista, y unas muertes cambiadas como en un drama isabelino, constituyen el menú de la narración.

En Mojave Flowers, la violencia se narra de tal manera que uno entiende inmediatamente el título general de la trilogía y la imagen de la portada del libro (una manopla). Es tan cinematográfica que no se puede disociar de las mejores películas de gánsteres, sobre todo, Camino a la perdición. Los tiroteos y los atentados son puro cine, pero toda esa violencia explícita no es fin en sí misma, sino un medio, para que el tema se desarrolle, el cual es nada menos que los extremos a los que llegó en los EE.UU. el fanatismo de la Iglesia católica para frenar el desarrollo del cine, y todo el entramado mafioso del mundillo de las apuestas. Y es tan «americana» la novela, que al interior de la misma se desarrolla otra, muy al estilo de las de Paul Auster o Austin Wright (el de Tres noches, la cual contiene Animales nocturnos) y no se sabe cuál novela es mejor, si la de adentro o la de afuera.

Gaviria cierra su impactante trilogía con El futuro, todo un homenaje a los intrépidos motociclistas de comienzos del siglo XX, en el que el episodio central, la carrera a través del desierto, con todo el salvajismo que conlleva, nada le tiene que envidiar a Mad Max:

«A medida que se aproximó pudo ver las carpas de Indian y de Harley Davidson, pero el humo no venía de ninguna hoguera. Escrutó en las sombras indefinibles en busca de cualquier amenaza. Avanzó hacia los pits de Indian y se estacionó junto a la carpa. Los hombres yacían esparcidos sobre el suelo del desierto, con moscas sobrevolando sus rostros y caminando tranquilamente por los bordes de sus bocas abiertas. Un Ford Model T de 1915 que había sido adaptado para sobrevivir al desierto estaba envuelto en llamas y liberada espesas nubes de humo negro que ascendían perezosamente en el aire. Los mecánicos exhibían heridas mortales de lanza. Algunos habían sido escalpados. Aquellos que se encontraban más lejos de la carpa, que fueron abatidos intentando huir, tenían flechas clavadas en la espalda. Todos los baúles con los repuestos y las cajas de herramientas estaban volcados, y las frutas y los demás alimentos se hallaban tirados sobre la arena, echados a perder. El agua había sido derramada, y en el suelo se podían ver cientos de huellas de pies descalzos y cascos de caballo.»

Por su intensidad narrativa, personajes alucinantes y magistral manejo del suspenso, pero, sobre todo por el enfoque ético que detenta,  la trilogía Contenido explícito, publicada muy recientemente por Random Housees como un vaso de agua fresca para la actual narrativa colombiana y una de las piezas que vale la pena cobrar en la feria del libro que ya se avecina.

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