A propósito de la novela de Burgos Cantor publicada por Seix Barral (2017)
La más reciente y muy extensa obra de Roberto Burgos, es una concurrencia de monólogos, de voces provenientes de la marginación. La voz cantante, diríamos, es la de una mujer que hace lo que hace la mayoría de mujeres en las novelas de Burgos: esperar. Esperar con paciencia y resignación, lo que ellas mismas saben que no ha de llegar (en este caso, un marido que se fue hace siglos a buscarse la vida en Venezuela), pero que sirve de pretexto para seguir viviendo. Como dice Javier Marías en Berta Isla, “quien se acostumbra a vivir en la espera nunca consiente del todo su término, es como si le quitaran la mitad del aire.” Solo transcurridos varios centenares de páginas, se nos revela su nombre, “¿Qué te trae por aquí, Otilia de las Mercedes Escorzia? Primera vez que decía mi nombre. Primera vez que lo decía completo. Me demoré en saber que era el mío. En el barrio nos llamamos con los nombres del cariño: abuela, vieja, madre, mis ojos, mi vigía.”
Todo lo ve desde su mecedora; si no lo ve, lo atisba o lo adivina. Todo lo puede ver porque es ciega. Es la principal voz que construye el testimonio de toda una comunidad de desplazados, que después de haber sido desalojados de su terruño, construyeron cambuches y rellenaron un otrora lago con todo lo que pudieron, para no vivir al desgaire. Y a eso le llaman barrio, “mi barrio de relleno”, en Cartagena. El resto del coro lo componen: el abuelo, padre o suegro, según el punto de vista de quién lo nombre, que llevó el progreso a su pueblo mediante su ingenio azucarero, producto indirecto de su afición a la ópera. Cuando estuvo en el Teatro de ópera de la Habana, le preguntó al auriga que lo llevó al hotel, que cómo era posible semejante milagro en la isla (se refería a la representación que acababa de ver y al teatro mismo. Y aquél le respondió, sin saber que con ello daría origen a una empresa, “lazúcar, lazúcar”. Habla su nieto refiriéndose a las charlas de su madre con el abuelo, acompañadas de ginebra y ron; habla el yerno, que tras la muerte de su suegro y el acabose del ingenio, se convirtió en caricatura, en un ricacho venido a menos, que después de haber visto cómo una mujer se suicidaba en el mar, decide él también bajarse del mundo para no tener que sobrellevar la vergüenza de estrenar pobreza. Habla el boxeador que no falta en los barrios pobres de toda la costa caribe colombiana, que se convirtió en tal por pura casualidad, porque un día haciendo novillos, fue a parar al corral en donde se entrenaban los pugilistas, y le pareció mejor seguir yendo a este remedo de gimnasio, que volver a la escuela. Habla el aspirante a cantante de boleros, que para conseguir lo que costaban las clases de canto con una maestra rusa extraviada en estos calores, se metió a robar a una joyería. Después se dio cuenta que robar era más fácil que cantar y lo siguió haciendo hasta que lo mataron. Hablan todos los desclasados de la Cartagena que mejor retrata Burgos a través de las palabras de sus personajes o del narrador.
Y es que Cartagena sigue siendo el dominio de la narrativa de Burgos, desde su ya lejano libro Lo amador, pasando por El patio de los vientos perdidos, La ceiba de la memoria y Ese silencio. Ver lo que veo es el equivalente en novela a esa maravillosa síntesis de la ciudad, que en pintura hizo Grau para el Teatro Adolfo Mejía. Curiosidad, casualidad, los dos nombres aparecen en la novela, como aparecen también los de Obregón; el Baba y el Benny, el tuerto López, don Joaquín de Mier y la Madrid, y Pedro Claver, entre tantos personajes que han hecho la Historia de la ciudad. Entre ellos llama la atención uno al que Burgos le dedica un capítulo y le concede también voz. El presidente Núñez en su casa presidencial del Cabrero, gobernando desde ella a un país que desconoce, y leyendo a Rubén Darío en compañía de doña Soledad Román.
Es tan amplio y variopinto el fresco que compone Burgos, que hasta Gabo y Mutis están ligeramente aludidos, como si de un homenaje tácito se tratara: El primero, en un monólogo del yerno: “Al pasar por Arjona me advirtió que al volver nos detendríamos para comprar bollos de mazorca. Eran la masa de maíz tierno envuelta en hojas de la planta y amarradas con tiras vegetales. Los mejores de la zona, según él. Agregó que allí vivía el boticario Barcha con una hija que no quiso ser reina de las fiestas del patrono porque esperaba a un enfermo de la letra que vendría a buscarla para casarse con ella.”
El segundo, porque, además de llamarse Ilona, la Madama de un burdel cubano, exhibe en este algo inusual: “En un estante pequeño, empotrado en la pared, tenía libros de San John-Perse, de Lezama Lima, de Gastón Baquero, de Juan Ramón Jimenez, de maría Zambrano, de un cura, de Álvaro Mutis.”
¿Qué más hay para ver en esta novela de aluvión?
Yo diría que la Historia tanto conocida como desconocida de Cartagena, de las huellas que en ella dejaron la esclavitud, el saqueo, la colonización; del choque de culturas que dio origen a su mestizaje y sus mezcolanzas; de las costumbres culinarias (el olor del pargo frito, las monedas de piratas, es decir, los patacones;, el arroz de coco y el mote de queso, sale de sus páginas, así como se siente el sabor de las distintas clases de ron y del infaltable café en agua de toronjil.
Mediante el recurso estilístico de la enumeración, la vida de la ciudad brota de las páginas:
“Era un paisaje de malezas entre muros derribados y paredes con grietas, unos ennegrecidos por la pólvora de los cañones y otras tomadas por la maleza. Calles sombrías y malolientes donde las casas dejaban los portones abiertos y desfilaban los perros de costillar a la vista y gatos de pelambre apolillada y había desaparecido la emanación tibia de las cocinas al atardecer con sus carnes de monte puyadas con clavo de olor y pimienta negra, raspaduras de panela, al fuego lento, y los plátanos maduros con trozos de queso y rajaduras de canela sobre las brasas. Ahora entre las junturas de los adoquines supuran aguas negras podridas que huelen a diablo y en la mitad de las calles y plazoletas de césped reseco y hormigas, hay perros muertos, alcatraces en agonía, palomas reventadas, gatos destripados, uniformes marciales desteñidos, rotos, espadones oxidados, cureñas desarmadas, cabezas y colas de caballos, fajones de cuero, zapatos solitarios sin suela, ninguna moneda olvidada, y al final los playones con los restos de lanchas de desembarco, cuerdas endurecidas por el sol, piezas de remos, anclas, ripios de banderas de colores deslucidos y cada noche los ruidos inexplicables entre el golpeteo del mar, los hospitales abandonados, las torres sin campanas y los conventos de alacenas desocupadas y oraciones desfallecientes mientras comparsas de esclavos sin amos deambulaban por los patios con aljibes de aguas envenenadas hasta el convento de los jesuitas a rogarle a la tumba sin señales de Claver un poco de pan de compasión o hallar de casualidad una garrafa de vino en los sótanos o un chorro de ron de alambique clandestino.” 71
¿Y qué más? La pobreza de sus zonas periféricas, sin agua y sin luz; la miseria que anida en cada plaza, en cada callejón, el olor a cloaca que se desprende de gran parte de sus murallas y que hizo que tuvieran que ser derribadas en un buen tramo. También los reinados, no los del boato turístico, sino los barriobajeros, y asimismo la vida cotidiana de los pobres de siempre y de los ricos venidos a menos, a los que ya se les comienza a notar la pobreza.
Pero lo que más hay para ver en Ver lo que veo, es la riqueza de la prosa, que es el principal patrimonio de la escritura de Burgos. Una prosa por pasajes abigarrada y barroca lezamiana, que como la del célebre cubano busca una sobre naturaleza; prosa tan abarcadora y totalizante, que se manifiesta en sus posibilidades más escatológicas y grotescas (la escena de los angelitos con el arzobispo en la iglesia, se le quedó por fuera a El Bosco) pero asimismo en las más poéticas. De esto último escogí el siguiente pasaje, que demuestra que es un gran error hacer la distinción que suelen hacer críticos y profesores, entre poesía y prosa, siendo la distinción correcta entre prosa y verso, porque la poesía le cabe tanto a la prosa como al verso, y es la poesía misma el sustento de la buena prosa:
“Me gusta pensar los domingos.
Dejarme ir a la deriva. Sin brújula. Soltar pensamientos como quien arroja lastre. Ver más allá de los cañaduzales. Esperar las luces que tiñen la claridad resplandeciente de esta hora: mancha amarilla que supera en el horizonte de mar lejano. Se alza un poco y parece derramarse sobre sí misma al no subir más. Vómito de la tierra. Escupitajo de ballena. Dura hasta que el rosa tenue de la herida lo cubre como cortina que arruma su tejido y enseguida el polvo, el carbón, soplo de la noche, cubre todo. Pocos luceros agujerean la oscuridad, abren huecos por donde se asoman las fogatas del firmamento.
Me da pereza moverme a pesar de la liviandad que me embarga.
El viento cambia su ruta y en la cola de cometa incansable arrastra enredados, telarañas de cielo, puntas de estrellas, escamas de luna, caídas de luz de los astros, músicas de esferas, y el rodar de la corriente del canal, su curso que rastrilla el cauce y lleva sedimentos que acumula en la bahía, satura la transparencia de la masa quieta alterada por las grietas breves que dejan los cardúmenes, los sábalos de coletazos lentos, las medusas opacas con faldas y filamentos de bailarinas, pone nubes y nubes que ahogan los corales, sepulta los costillares de los galeones, las velas sin viento rasgadas por los tiros de cañón, los cofres, las piezas de plata y oro dos submarinos de la Segunda Guerra, perdidos con sus urnas y proclamas, blindados por el óxido y la tripulación en huesos.” 408
Ha pasado ya medio siglo desde que el, a la sazón adolescente Roberto Burgos arrimaba a la Papelería Mogollón, cual papá Noel, con una media llena de monedas apretada en la mano, para ver cuál de los recién llegados libros de literatura podía comprar. Han transcurrido tres largas décadas desde la publicación de ese otro micro mundo cartagenero, que bien hubiera podido quedar entre las novelas del boom, El patio de los vientos perdidos; una década ya desde la publicación de esa épica La ceiba de la memoria, y siete años exactos desde la presentación que me cupo el gran honor de hacer de Ese silencio. ¿Cuánto más debemos esperar de esta pluma que enriquece tanto la narrativa colombiana? Mi deseo y mi pronóstico es que mucho, porque las más de 500 páginas de este delirio novelesco que hoy presentamos, demuestran que hay Burgos para rato. Por ello diremos en coro, ¡Gracias Roberto!
Texto leído en la librería Casa tomada el 30 de noviembre de 207, antes de la conversación con el autor para presentar la novela.