Prurito y corolario de El año del sol negro, es que la tristemente recordada Guerra de los Mil Días fue una guerra entre pobres para favorecer a los ricos. La nueva novela de Daniel Ferreira, hace parte de lo que él titula, Pentalogía de Colombia, que es una empresa narrativa tan ambiciosa y descomunal como la que en España viene desarrollando Almudena Grandes con su Historia de una Guerra Interminable, que al igual que la del escritor de San Vicente de Chucurí (que hace parte de la selección Bogotá 39 versión 2017), ya hizo su cuarta entrega. En su anterior novela, Viaje al interior de una gota de sangre, Ferreira mostró gran destreza técnica al narrar desde varios puntos de vista la forma como un convoy paramilitar sembró el terror en un pueblo. No menor es su virtuosismo narrativo para dar cuenta de uno de los episodios más cruentos de la Historia de Colombia en El año del sol negro. Se trata de una extensísima novela, tan cinematográfica que está dividida en cientos de planos secuenciales a los que les cabe también el nombre de viñetas. Pero, ¿Por qué no concebir la novela también como una sinfonía de tres movimientos? Nada nos impide asimismo asimilar su estructura a uno de esos grandes mosaicos árabes divididos en una miríada de teselas llenas de figuras en acción.
Pero la destreza narrativa de Ferreira en esta novela, no termina ahí. Combina de manera magistral dos puntos de vista, un «tú» que interpreta los pensamientos del protagonista y juzga sus acciones, y un «él» que describe y cuenta todo lo que nos ofrece la trama:
«El ejército que primero llegara quedaría protegido tras los muros gruesos de casas erigidas sobre tapia pisada y zócalos de piedra que resguardaban los solares en aquella meseta erosionada en que yacía la ciudad.
Mientras observabas el abismo y pensabas en la destrucción de la ciudad donde habías nacido, dos jinetes, a todo galope, se adelantaron hasta los primeros regimientos.»
De nuevo Ferreira exhibe dominio de eso que Gérard Genette denominó relato iterativo, contar varias veces lo que ocurre una vez, como una de las técnicas para convertir una historia en relato. Así lo hace, por ejemplo, con el episodio en que el protagonista acude a Julia Valserra (quien habiendo sido personaje muy periférico de la primera parte de la novela, funge como narradora principal de la segunda) para que le consiga un revólver y así poder cumplir con el requisito para enrolarse en la Revolución, pues sin armas no se aceptaban voluntarios. Ella le dio de ñapa un sombrero.
Sería un dispendio señalar la cantidad de ramalazos de poesía, sustentados en el uso del símil («Bajo tus pies, el agua espera, oscura, como jugo de tamarindo.» «el crepúsculo caía como un sudario ensangrentado al otro lado de una colina surcada de matas de piña.») con los que el narrador morigera la carga de violencia que arrastra la novela; pero el episodio titulado CARÁCTER DEL DULCE DE SIDRA, es todo un ejemplo de escritura pletórica de amenidad, cierto erotismo (y lenguaje de coquetería) y mucha visibilidad, en uno de los momentos de sosiego y de reconciliación con la vida, que el protagonista tiene en medio de las sangrientas refriegas a las que lo lanzó la Guerra de los Mil Días.
La novela no es sólo un libro bueno más en la historiografía literaria colombiana, sino un laudable fresco de la Historia de Colombia, producto de saber combinar la realidad objetiva con la realidad imaginaria. Por eso se cuenta, por un lado, los avatares, o mejor dicho, la singladura homérica de un peón de hacienda que se une a la guerrilla liberal, y por otro, la gesta emancipadora de héroes como Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, en un infernal territorio que le disputan, no sólo al ejército del presidente Sanclemente, sino también a la brutal guerrilla conservadora.
Según nos va mostrando Ferreira en sus páginas, esta fue, como ya señalé, una guerra entre pobres; más que pobres, miserables (para favorecer a los ricos):
«La camisa de raso ordinario fue blanca alguna vez, pero ahora, de lejos, tiene agujeros y salpicaduras de barro y sangre, acaso porque pertenecía a un muerto. El forastero levanta la vista para mirar un poco más lejos y ve que ningún jinete lleva botas, y siente que las suyas son el centro de atención de aquella caballería.» p.224
«un ejército de zarrapastrosos del que a leguas puede predecirse que no triunfará, porque los matarán a todos.» p.267
Guerra con todas las secuelas y daños que lleva aparejado: delirios y fogonazos de esquizofrenia en las mujeres; locura en familias enteras (como en el caso de todos los hombres y mujeres de apellido Mota), y, por doquier, cadáveres testigos mudos del odio, el fanatismo y la saña; desolación, hambre, miedo, desesperanza y terror.
Desde la publicación de novelas como La bala vendida y La guerra perdida del indio Lorenzo (ambas de Rafael Baena), nuestra narrativa no contaba con una novela tan afortunada sobre tan sensible episodio de la violencia en Colombia. Con la «Pentalogía» de Ferreira tendremos ahora ficcionalización de esa parte de nuestra Historia para rato.