En días pasados se llevó a cabo un fabuloso encuentro con cinco escritores que tienen como protagonista, o al menos como escenario, la ciudad de Bogotá en algunas de sus obras. El evento se realizó como celebración de los 25 años del Colegio Nueva Inglaterra (cuyo proyecto bandera, es precisamente el Proyecto Bogotá), en el Auditorio Emperatriz de dicha institución, ante más de 350 estudiantes. Los escritores convocados fueron, Patricia Lara, Gonzalo Mallarino, Andrés Ospina, Ramón Cote y Federico Díaz-Granados, quienes, moderados por el autor de este blog, disertaron acerca de la presencia de Bogotá en sus obras, y la importancia de Bogotá como ciudad literaria.

A continuación presento una reseña de un libro de cada uno de los mencionados autores.

El rastro de tu padre  

Patricia Lara Salive (Alfaguara)

Esta novela se conecta desde el principio con la tradición literaria. Se trata de una telemaquiada, en la que la protagonista emprende toda una odisea en busca de su padre (obvia reminiscencia homérica). Como si fuera poco, al final de su singladura, el azar la expone al incesto con su probable hermano (casi obvia conexión con el drama de Sigfrido). Es una novela hecha de preguntas esenciales de la vida humana, sobre la identidad, el origen, la maternidad, el amor filial, el egoísmo, entre otros, pero fundamentalmente una exploración del mundo de los sentimientos. Pero trae más: un paseo por Nueva York y por una Bogotá siempre nublada y lluviosa, y un recorrido musical que incluye música clásica, rock, blues y jazz. El suspenso de novela policíaca (al fin de cuentas se trata de una pesquisa de ese jaez), se mantiene hasta el final, favorecido por la alternancia de los capítulos que sostienen la trama, en Bogotá (los impares) y en Nueva York (los pares).

Según la costumbre (Alfaguara)

Gonzalo Mallarino Flórez

Novela escrita «según la costumbre» de la Bogotá decimonónica, con sus nacientes burdeles, tanto para ricos como para pobres; de la Bogotá mojigata y beata que pugna por pasar de alda a pueblo grande, acaso a ciudad.

Es la novela que hacía falta para indagar en los imaginarios urbanos de la otrora Santa Fe de los virreyes. El tema tiene dos vertientes. Por un lado, la trata de indias y negras, para surtir prostíbulos de baja estofa; todo el tejemaneje de la vida disipada, opuesta diametralmente a la beatería tradicional. Por el otro, las vicisitudes en procura de desarrollar una incierta ciencia médica que no puede controlar la epidemia venérea que genera la prostitución. El primer eje de la narración lo construye el narrador sobre la figura celestinesca y siniestra del jorobado Calabacillas, cuya vida gira en torno al negocio degradado y al sexo pendenciero. El segundo eje, montado sobre la figura del inquieto médico Piñedo, apoyado por el científico Lirás, cuyo único prurito es la investigación y la lucha contra la sífilis. Como telón de fondo, historias de amor, misterios, chismografía, trayectos de un lado a otro de la ciudad, en carretas de bueyes, calles enlodadas, frío tenaz y mucha delincuencia.

Chapinero (Laguna libros)

Andrés Ospina

Grata revelación de la novelística urbana, es esta magnífica recreación de la Bogotá colonial, republicana y moderna. Cómo se las arreglaron sus primeros habitantes con la rudeza del clima y las precarias condiciones sociales. Cómo se fue formando en las afueras del casco urbano, un caserío en el que los ricachos de hace cien años, construyeron sus casonas de recreo, que terminó llamándose Chapinero. Con cinco personajes muy bien creados (Antón, Higinio, Salvador, Tania y Lorenzo), el autor va alternando los capítulos en los que cada uno de ellos es protagonista, al lado de otros ya reconocidos por los rolos. Uno de estos es don Ricardo Silva (el papá del más grande poeta que ha dado, no sólo Bogotá, sino el país), quien, por ser uno de los comerciantes prestigiosos de la época, también se hizo a su casa-finca, la llamada Chantilly, ubicada justo detrás de la iglesia de Lourdes, y cuyos rastrojos aledaños (invadidos de ranas, luciérnagas y perros) tuvieron que haber sido necesariamente el escenario del famoso Nocturno. La novela destaca por la elegancia y buen gusto de la escritura, y un humor muy fino, pero también muchos vainazos a la hipocresía y carácter ladino de los bogotanos.

Botella papel (norma)

Ramón Cote Baraibar

¡Boteeeellas fraaaascoos!, ¡Boteeella papeeeel! ¿Qué bogotano de cepa, no distingue este melódico pregón?, ¿Qué viejo habitante de la ciudad no recuerda con nostalgia al fotógrafo de los parques? A estos personajes emblemáticos, y otros tales como, el repartidor de carbón, el jardinero, el zapatero de barrio, el afilador, el cartero, el vendedor de corbatas y el calderero, Cote Baraibar les da dignidad literaria y les rinde homenaje en este breve texto, cuyo género es la prosa poética. Pero además, don Ramón rescata elementos del más típico paisaje urbano, que han configurado a través de la Historia, la identidad de la ciudad: los hidrantes, las bicicletas de carnicería, las camionetas de lavandería, los taxis, y algunos muros y pasajes. Por supuesto, le cabe también digna actuación a la más distinguida de todas las bogotanas, en todas las épocas. La lluvia.

Las horas olvidadas (Caza de Libros)

Federico Díaz-Granados

Poeta bogotano entre los más bogotanos. Sus poemas nada le deben a las formas canónicas de la poesía, y por ello su forma predilecta es el verso libre, cargado de imágenes urbanas y pespunteado por casi imperceptibles asonancias. Un poema inspirado en recorridos callejeros de infancia (bogotana), es la mejor muestra de su apego a la ciudad y a lo que Bachelard llama, la ensoñación: Pastelería metropol:

Miro en la vitrina/el reflejo de mi cuerpo/Sobre el vidrio/Y me veo gordo, cansado, sobre aquellos pasteles de vainilla/  Y pienso en los amigos que no volví a ver/ ¿y qué sabían ellos de este corazón caduco/donde no cabe ni un centímetro del mundo?  Y cuando no te reconoces en los pasos del hijo, ni en el espejo/ harto de esquivar malos presagios viendo de lejos el esplendor de las pérdidas/lo indescifrable y lo desconocido.

Callo: Mi silencio alcanza ese cuerpo que no entiendo,/desmancho mi corazón de su último incendio.

Y sigo extranjero en ese vidrio,/gordo y cansado/y atrás de mí/algunas sombras, gestos de abuelos y tíos muertos/sobre los pasteles de vainilla.