Fue una noticia espantosa, la de hace siete días, que todavía no puedo pasar por el cedazo del entendimiento. De nada sirve saber que la vida es injusta, ni que todos nos morimos. Con nada se atenúa el dolor de una muerte tan inesperada como la de Roberto. Es un dolor sordo y difuso, que proviene de las entrañas y congestiona el pecho. Con todo y ello, me toca llenarme de valor para pergeñar estas palabras, que acaso  sirvan de consuelo  a la miríada de amigos y lectores de Roberto. Él no era ni intelectual ni académico (de esos hay montones), era simplemente un sabio vestido de particular; de guayabera y zapato blanco, cuando me lo encontraba en Cartagena, su Cartagena de casi todas sus novelas; de abrigo, ora habano ora oscuro, con la infaltable bufanda, cuando me lo encontraba en Bogotá. Cuatro veces lo entrevisté o conversé con él en público, a propósito de sus libros y de la literatura colombiana, y en  todas se expresaba con una voz casi apagada, que parecía cansada. Pero es que él era así, tímido, discreto como todo hombre verdaderamente sabio, que ni se daba cuenta de lo sabio que era. Nunca hablaba en primera persona, y, en ese sentido era un ejemplo para tantos escritores que se solazan viéndose el ombligo. Nunca habló mal de ningún escritor ni mostró envidia hacia ninguno. No sólo era buen escritor, sino un hombre bueno (su bondad lo llevó a escribir siempre sobre los marginados, los desclasados, los pobres, las mujeres vapuleadas, y los esclavos redimidos por Pedro Claver, que a esta hora lo debe estar llevando de la mano), proclive al abrazo cuando uno se lo encontraba. Se diría que vivía para escribir y vivía porque escribía. Por eso su muerte es tan injusta, tan inaceptable…¡tan dolorosa!

A continuación comparto con mis probables lectores, pero sobre todo con los lectores de Roberto, la presentación que por petición de él mismo y de la editorial, le hice a su bello libro Ese silencio, a la cuál le siguió una presentación de Totó la Momposina. ¡El resto es silencio!

ÁMBITO Y DOMINIO DE LA ESCRITURA DE ROBERTO BURGOS CANTOR (a propósito de Ese silencio).

Presentación de la novela (previa a la entrevista al autor) en diciembre 1 de 2010:

El ámbito al que pertenece la producción narrativa de Roberto Burgos es el que por la cantidad y calidad de obras que lo conforman, no es un capítulo de la literatura colombiana, sino que más bien se podría considerar una literatura aparte. La narrativa del caribe es un género en sí misma. Allí encontramos nombres como los de Juan José Nieto, Héctor Rojas Herazo, José Félix Fuenmayor, Manuel Zapata Olivella, Álvaro Cepeda Samudio, Germán Espinosa Julio Olaciregui; dos encopetadas narradoras: Marvel Moreno y Fanny Buitrago, el mismo Roberto Burgos y un Premio Nobel. Si juntamos las obras de todos ellos, desde Ingermina, la primera novela que se escribe en Colombia, año 1844, pasando por Chambacú corral de negros, Respirando el verano, En diciembre llegaban las brisas, Cien años de soledad, Los domingos de Charito, El patio de los vientos perdidos y La tejedora de coronas, hasta llegar a La ceiba de la memoria, tenemos una narrativa que respira por cuenta propia: que nace crece y se reproduce; sigue creciendo y se sigue reproduciendo en el caribe. Ese caribe que contiene el triángulo Puerto escondido – San Luis – Cartagena que comporta el espacio narrativo de la más reciente novela de Burgos Cantor. Y si esa narrativa caribeña contemporánea, acaso realista, acaso histórica, es el ámbito de este escritor, ¿cuál será su dominio? Según esa sinfonía que es La ceiba de la memoria, es la vida de los esclavos arrancados a sus aldeas y ceibas remotas; la vida de quienes sufren en las ergástulas y padecen llagas producidas por las cadenas; de quienes hablan en lenguas humilladas. Según su anterior novela Una siempre es la misma, su dominio es el de la soledad y el desamor en ese caso de mujeres que sobreviven como pueden en una Bogotá hostil, y según Ese silencio, la dichosa novela que presentamos esta noche, es el de la soledad de un vejete condenado a amar a todas las mujeres y a no quedarse con ninguna; la soledad de una niña predestinada para aquél y condenada a ser (en silencio) un eslabón más en una cadena de amores pasajeros que no se rompe. Es ese el silencio que le da título a la novela y que se percibe en esa primera imagen poética de las tantas que el lenguaje y el silencio de Burgos nos regalan, la de la niña que desde un muro de piedra de Puerto escondido, otea el mar: “… mira el mar o la lejanía que para ella son lo mismo. Siente que nunca se embarcará en las lanchas que van, vienen y alguna vez no vuelven. Esto le pone a brincar el corazón. Sapo enjaulado, infla y encoge la piel gruesa del lomo y se brota de puntos lechosos”  (Burgos, 2012: 12). Y a propósito, cómo no evocar, a Madame Buterfly cuando pasa horas contemplando el mar en espera de un barco que le traiga de nuevo a su amado Pikerton. Por ello un aplauso para quienes diseñaron la carátula del libro. Esa es la imagen que lo rige, como son también “esperar” y “recordar” los verbos que rigen el primer capítulo de la novela y dan el tono para lo que sigue.

Pero si el dominio temático de Burgos es en términos generales, la exclusión o la marginación; la derrota y la simple supervivencia, a éste hay que agregarle la modalización del tema, la cual constituye para mí lo principal en la narrativa de Burgos, su sello, su especificidad: me refiero a la poesía de su lenguaje que lo carga siempre de imagen, de ritmo y sonoridad. Ya lo había advertido Álvaro Mutis en 1985 a propósito de la publicación de El patio de los vientos perdidos: “tendrá el alto destino de toda obra que al inventar un universo lo sostiene con la sola maravilla de la palabra”.

Todo está regido por lo poético en Ese silencio, novela en la que Roberto nos confirma que no es lícita la errática y común distinción tanto en la enseñanza como en la crítica entre poesía y prosa, pues la poesía es el alma de la mejor prosa, y no estoy hablando de ese artilugio de los modernistas llamado prosa poética, sino de un sistema modalizante amparado en la entonación (que conmina a leer páginas enteras de la novela en voz alta), la sonoridad y la imagen. Ejemplo de esto último es cuando el narrador al darnos diversos matices de la luz, nos crea una especie de segunda naturaleza lezamiana “Después al caminar para el colegio o al salir en las tardes con la luz líquida de tonalidad de hielo”. (Burgos, 2011: 92) Otro: “Unos ripios de humo, inconstantes, apenas salían de la cocina de la embarcación y se esparcían en la claridad escasa de plata oxidada”  (Burgos, 2011: 97). Hacía rato que una escritura no me hacía sentir tan cerca de uno de mis poetas más amados, Lezama Lima, para quien la pulpa de la piña es como luz congelada. Observen la semejanza con las imágenes propuestas por Burgos: luz líquida de tonalidad de hielo y, claridad de plata oxidada. A lo largo de la novela el escritor cartagenero hace que el canto y el baile también sean protagonistas, como en el episodio en que la abuela llega con el nieto a Cartagena en plenas festividades de noviembre  después de más de ocho horas de viaje en lancha desde la playa de Puerto escondido. Asimismo pinta cuadros como los de Grau:

El niño despertó con la sensación de dolor y vio el brazo de Escolástica extendido hasta el índice mostrándole algo en el vacío del mar, en la espesura de la luz. Entonces distinguió la ciudad rodeada de muros de piedra amarilla con vetas negras y la torre en punta, y detrás cúpulas oscuras y de pizarra rosada, pocos edificios altos y más atrás el mar otra vez, infinito y de un verde opaco contra el cual se estrellaba la luz.  (Burgos, 2011:101).

Ese lenguaje también nos llena el aire con el olor de las frituras y las viandas típicas, nos hace sentir el sabor del café en agua de toronjil, la brisa y el calor y, nos recrea la vista con todo el colorido del alma caribeña; nos hace sentir ese silencio de quien otea desde la orilla del mar.

Una vez que el hombre a quien María de los Ángeles espera manda por ella, ésta ingresará a su extenso catálogo de conquistas “Decían que tenía setenta y tres hijos de vientres distintos y en ningún momento los dejó en el desamparo” (Burgos, 2011: 65) El seductor es un médico muy entrado en años que, como don Giovanni no hace distingos de pieles ni edades a la hora de sembrar semilla en cada vientre, y la colegiala se le entrega sin remilgos.

Encarnación, la criada del médico apenas atinó a decir cuando la recibió “pero si es una creatura”, y en seguida se dispuso a prepararle la comida como si nada, y también como si nada, Escolástica, la madre de María de los Ángeles decidirá viajar para asistir a su hija en su maternidad casi infantil y a reconocer a su nieto. Todo lo que a ojos de un lector desprevenido o moralista o que no entiende el misterio de lo poético, podría parecer escandaloso, sucede en la novela de Burgos como si nada, porque su lenguaje poético y su escritura cargada de ritmo y sonoridad todo lo atempera, lo vuelve literatura. En esta novela Burgos nos muestra los vericuetos del amor a través de una especie de lolitero caribeño que cuando reconoce a su nuevo hijo, simplemente le regala unos botines para cuando sea grande, y adiós donaires. Esa es su ética y contra ella solo puede la estética de Roberto Burgos, a quien por ello, saludando con sincero regocijo esta su nueva novela, le decimos Gracias.

P.D. Por todo lo que nos dejaste, Roberto del alma, te doy (y en nombre de todos tus amigos y lectores) infinitas gracias.

Fotos tomadas por Jorge Iván Parra Guzmán (George Parra)