Si hay algún diálogo entre escritores latinoamericanos tan productivo y enriquecedor como el muy famoso entre Borges y Sábato, o como los que sostuvo aquél con Osvaldo Ferrari, es este entre dos de los grandes del boom que se dio poco antes de que, paradójicamente, su amistad se acabara para siempre. Se produjo el 5 de septiembre de 1967, como cosa muy curiosa, en el auditorio de la Universidad Nacional de Ingeniería de la ciudad de Lima. Según los que tuvieron la dicha de asistir y han vivido para contarlo, el salón era un hervidero desde horas antes de que los dos escritores se personaran, al punto de que ni siquiera había espacio para quedarse de pie y los salones aledaños donde fueron acondicionados bafles para escuchar la charla, también estaban atestados. Cuesta trabajo creer que un encuentro de viva voz entre dos titanes del boom, moderado por José Miguel Oviedo, tal vez, el mejor crítico literario a la sazón en América Latina, no haya sido alguna ficción fraguada, a lo mejor por Borges, para quien el diálogo era un género más de la literatura.  La causa de tanta expectativa fue que en ese momento Vargas Llosa ya era conocido por sus novelas La ciudad y los perros (la obra inaugural del boom) y La casa verde, y García Márquez empezaba a llenar las librerías con miles de ejemplares de Cien años de soledad. Acrecienta el valor de dicha conversación el hecho de que se haya dado precisamente en una universidad, pues Gabo siempre fue refractario al ambiente académico. Tal vez ese posible óbice para la conversación fuera el acicate para que Vargas Llosa llevara las riendas porque, además, estaba el atenuante de la timidez del colombiano para hablar en público, de la cual, el peruano ya era conocedor, según comentario que él mismo hizo y que está reproducido en el libro:

“Luego estuvimos juntos en la Universidad de Ingeniería, uno de los pocos diálogos públicos de García Márquez, que era bastante huraño y reacio a enfrentarse a un público. Detestaba las entrevistas públicas porque en el fondo tenía una enorme timidez, una gran reticencia a hablar de manera improvisada. Todo lo contrario a lo que era en la intimidad, un hombre enormemente locuaz, divertido, que hablaba con gran desenvoltura.”

Técnicamente hablando, lo que se dio fue una entrevista, en la que Vargas Llosa, conocedor como pocos, (entre los que cabe señalar a Carlos Fuentes y Álvaro Mutis, primeros lectores de Cien años de soledad, y a Luis Harss, el que se inventó el boom) fungió de entrevistador y le dio todo el protagonismo a quien acababa de publicar la novela con la que el peruano había quedado deslumbrado, lo cual también está registrado en el libro como complemento de la entrevista:

“Me deslumbró Cien años de soledad, me habían gustado mucho sus obras anteriores, pero leer Cien años de soledad fue una experiencia deslumbrante, me pareció una magnífica novela, extraordinaria. Nada más leerla escribí un artículo que se llamó Amadís en América[…] Esta impresión mía fue compartida por un público muy grande. Entre otras características, Cien años de soledad tenía el ABC de pocas obras maestras, la capacidad de ser un libro lleno de atractivos para un lector refinado, culto y exigente o para un lector absolutamente elemental que solo sigue la anécdota y no se interesa por la lengua ni por la estructura.”

Aparte de la elocuencia, Vargas Llosa fue absolutamente sincero; nada de zalemas ni carantoñas de amigo, como quiera que casi enseguida comenzó a fraguar lo que termino siendo, hasta el presente, el estudio más profundo sobre la obra de García Márquez, Historia de un deicidio, obra en la que aparecen desarrollados muchos de los conceptos expresados por su autor durante esa hora y media de irrepetible conversación en la Universidad de Ingeniería, con falla eléctrica incluida.

Pasado por el cedazo lo puramente anecdótico, el destilado que nos queda de este jocundo diálogo es un valiosísimo curso de teoría literaria, formulada por dos conocedores del oficio de escribir (y de leer como se debe). Dicha teoría es, por un lado (el de Vargas Llosa) rica en conceptos y categorías propios del lenguaje académico, y, por otro (el de García Márquez) ubérrima en ideas de fabulador.

Ya quedó dicho que, más que diálogo, se trata de una entrevista que Vargas Llosa le hace a Gabo, mucho mejor de como lo haría cualquier periodista literario. Esto en razón de la enorme cultura del peruano y de su casi inigualable capacidad de expresión y manejo de la lengua castellana. A lo largo del encuentro, el escritor peruano va soltando prenda de lo que un par de años después consolidaría y ampliaría en su tesis doctoral. Por ejemplo, ya esboza lo que propondrá como los “demonios” del escritor (culturales, personales, históricos y literarios); también habla de la moral de la Novela y de la razón para escribir y leer ficciones, tema que explaya en otro de sus ensayos de teoría literaria, La verdad de las mentiras. Si bien Vargas Llosa tira línea respecto a qué es lo fantástico, lo milagroso, lo mítico y lo maravilloso, a la sazón todavía no tenía claro que lo que menos hay en la obra de Gabo es fantasía, pero sí tenía claro que esa obra, en sintonía con la de los otros escritores del boom, es lo que mejor se ha hecho para pensar América Latina, y es en eso en lo que más están de acuerdo, de ahí esa idea compartida de que entre todos los novelistas latinoamericanos estarían escribiendo una novela total que representaría toda la realidad latinoamericana. Al respecto, dice Gabo en una de sus respuestas:

“…la realidad latinoamericana tiene diferentes aspectos y yo creo que cada uno de nosotros está tratando diferentes aspectos de esa realidad. Es en ese sentido que yo creo que lo que estamos haciendo nosotros es una sola novela. Por eso, cuando estoy tratando un cierto aspecto, sé que tú estás tratando otro, que Fuentes está interesado en otro que es totalmente distinto al que tratamos nosotros, pero son aspectos de la realidad latinoamericana.”

 Y miren la perla premonitoria y esperanzadora con la que Gabo concluye esa reflexión:

“Es que hay un nivel común y el día que encontremos cómo expresar ese nivel, escribiremos la novela total latinoamericana verdadera, la novela total latinoamericana, la que es válida en cualquier país de América Latina a pesar de diferencias políticas, sociales, económicas, históricas…”

Y uno se imagina cómo habrán arreciado en ese momento los aplausos de la miríada de estudiantes amontonada en el auditorio. ¡Qué envidia!

Claro nos queda que es desde la Novela (aunque también desde el cuento), mejor dicho, desde nuestra narrativa, desde donde mejor pensamos la realidad de Latinoamérica, una realidad prácticamente ficticia, al decir de Gabo, de tan desaforada que es, porque no es sino hacer un recorrido por su Historia cargada de guerras civiles (y de las otras), de explotación, de tragedias y de unas dictaduras que son tan inverosímiles que escasamente cabe referirlas en una novela. Con todo, ahí están para leer: La fiesta del chivo, de Vargas Llosa, Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos, El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez y El otoño del patriarca, del mismo Gabo y que, miren por dónde, causó tanta desilusión a Vargas llosa. Es un tema tan corrosivo ese de las dictaduras en nuestro continente que, si seguimos citando títulos, no quedaría ningún dictador sin su novela; sobre ese asunto discurre entonces gran parte del diálogo entre los dos autores.

Pero el diálogo-entrevista no se queda ahí. En él hay de todo, como en botica, o como dijo Cortázar respecto del género novelesco, es un baúl al que le cabe de todo. Es así como se abordan los siguientes temas: Cómo, porqué y para qué escribe un novelista; quién es el padre putativo de la moderna novela latinoamericana (ya habrán adivinado que es William Faulkner); qué hay que hacer para que la realidad sea creíble en una novela (recordarán la fórmula de Gabo, de “la cara de palo”), porqué en un autor se deben juntar convicciones y obsesiones; uno bien raro: cómo es que los escritores son como buitres que se alimentan de carroña, y por qué Borges es al mismo tiempo buen y mal ejemplo para los narradores (no para los poetas) latinoamericanos. Todos estos asuntos son  tratados con entusiasmo en estas amenas páginas por el par de monstruos.

Dos soledades, Un diálogo sobre la novela en América Latina, es, aparte de gran acontecimiento editorial, la oportunidad para “escuchar” un diálogo que le haría competencia a cualquier curso académico de teoría literaria; es también un motivo para deleitarse con nuestro idioma, y es también un texto que trae como añadidos valiosos, los testimonios de otros escritores que asistieron al feliz encuentro, y un breve álbum fotográfico que recrea aspectos de la vida de estos dos narradores de estéticas diferentes, pero comprometidos hasta los huesos con la literatura y con la realidad de Latinoamérica.