Paraíso

Salamandra

Si bien el referente geográfico de la novela del Nobel de 2021 es Zanzíbar, aquélla se trata de una narración itinerante que nos trae como un eco lejano de la caravana de mercaderes en la que el joven Marco Polo se enroló con su tío. Y, ciertamente la peripecia de Yusuf, el protagonista, como acompañante (más bien sirviente) de un comerciante en una singladura de dimensión casi homérica, es lo que concita la atención del lector. Del resto, hubiera dicho Borges, en caso tal, que es puro relleno; la trama se debilita tanto al final, que uno termina dudando del músculo narrativo de Gurnah.

Se diría que la novela trae al mismo tiempo el relato de una amistad (entre dos jóvenes entregados por sus padres al mercader como pago de viejas deudas); la historia de una travesía por poblaciones víctimas del colonialismo europeo; las pequeñas historias que los miembros de la caravana (que son también traficantes de vipusa, esto es, cuernos de rinoceronte) se cuentan entre sí, bien sea en árabe, bien sea en suajili para conjurar el miedo, y el relato de cómo es el adoctrinamiento y la explotación de los niños en un mundo completamente condicionado por la religión:

“El Corán es nuestra religión y contiene toda la sabiduría que necesitamos para vivir una vida buena y moral […] Se dio orden de que el Ramadán fuese el mes del ayuno y la oración, un mes de sacrificio y expiación. ¿Cómo expresar mejor nuestra sumisión a Dios si no es renunciando a los placeres más necesarios de la existencia: comida, agua y gratificación sensual? […] Los niños realizaban muchas tareas para el profesor; limpiaban su casa, recogían leña, hacían recados. Los muchachos hacían novillos cuando podían y a menudo recibían alguna que otra paliza.” P.120-122

Por supuesto el título de la novela es tan ambiguo como irónico. Alude al “paraíso” prometido a los seguidores del islam, pero no deja de ser también una alusión paradójica a la vida que llevan sus personajes: el revés del “paraíso” o, mejor, un verdadero infierno.

 

 

A orillas del mar

Salamandra

Corolario de esta buena novela del flamante premio Nobel de 2021, es que convertirse en exiliado por motivos de persecución, es salir de un infierno para entrar en otro. Así se lo hace saber, sin ambages, el funcionario que recibe a Shaabán, el protagonista, que después de una penosa singladura desde su país africano, llega a Londres a pedir asilo:

“Quién lo haya persuadido para meterse en esta aventura le ha hecho un flaco favor, se lo aseguro […] Puede llevarle años que acepten su solicitud y aún así es posible que lo manden de vuelta de todos modos. Nadie le va a dar trabajo. Se sentirá usted solo, desdichado y pobre, y si enferma no habrá nadie que lo cuide. ¿Por qué no se ha quedado en su país, donde podría envejecer en paz? Esto del asilo es para jóvenes que buscan trabajar y prosperar en Europa, ¿no cree?”

El anciano logra evitar la deportación mostrándose atontado y más vulnerable de lo que es, triunfo pírrico, porque, tiempo después, al dar con un compatriota que ya está aclimatado en el exilio, la reconstrucción de un pasado tormentoso le amarga la vida hasta no poder más.

El autor (que tiene un homónimo dentro de la novela) asume una actitud literariamente posmoderna, pues una de las historias que cuenta nos la refiere desde puntos de vista diferentes, es decir, empoderando como narrador a varios personajes que nos llevan a la conclusión de que no existe una verdad que sea la verdad y que, como sentenció Nietzsche, “no hay hechos, sólo interpretaciones”.

 

La vida, después 

Salamandra

En este libro Gurnah sigue desarrollando sus temáticas tutelares, a saber, el multiculturalismo, el desarraigo, la marginación, el exilio, la predestinación, la pobreza como el origen de casi todos los males sociales y, en especial, el colonialismo con todas sus manifestaciones de violencia y represión. Aquí cabe señalar que aparte del colonialismo también se da el fenómeno de la colonialidad. El primero, siguiendo al filósofo argentino Walter Mignolo, es externo, es decir, la amenaza viene de afuera y el segundo es interno, es decir, el conflicto se genera dentro del mismo territorio. Veamos:

“Por entonces circulaban rumores de un inminente conflicto armado con los británicos que, según decían, desembocaría en una gran guerra, no como las escaramuzas contra los árabes, los suajili, los hehe, los nyamwezi, los meru y todos los demás, que han sido terribles, ¡pero nada comparadas con lo que se avecina!”

En la novela (a la que no le faltan los pespuntes poéticos propios de la narrativa del autor) la maquinaria colonial es un monstruo de dos cabezas; dos potencias coloniales europeas (Alemania y Gran Bretaña) se disputan un territorio africano cuya explotación ha de garantizar pingües réditos. Pero la temible “schutztruppe”, apoyada por guerrilleros askaris, y el ejército británico no son los únicos actores de violencia. Los hay (como en Colombia) de todo pelambre; un indiscernible entramado de alimentadores de la guerra:

“punyabíes y sijs, fante y akan, ausa y yoruba, kongo y luba, todos ellos mercenarios que luchaban en nombre de los europeos: los alemanes con la schutztruppe, los británicos con los King´s African Rifles, la Royal West American Frontier Force y sus tropas indias, los belgas con la Force Publique. Por si fuera poco, había también soldados de fortuna sudafricanos, belgas y de otros países europeos que mataban por afán aventurero y no dudaban en ponerse al servicio de la gran maquinaria de guerra imperial. Loa askaris descubrían con asombro esa gran variedad humana de cuya existencia no habían tenido noticia hasta entonces.”

Aparte de la guerra y de las disputas territoriales, a la narración acuden también, el maltrato infantil (infligido, por ejemplo, a una niña porque aprende a leer) y una galopante violencia intrafamiliar motivada por la ignorancia, los atavismos y las supersticiones, ingredientes estos que no pueden faltar en las novelas de un africano.

 

 

El desertor

Abdulrazak Gurnah

Salamandra

 

Se podría aventurar que, por mor de la dimensión axiológica y la estructura narrativa, que incluye a diversos narradores, esta es la mejor novela de Gurnah. El extenso libro nos trae una historia de familia en la que se vislumbran la represión, el chantaje sentimental y la intromisión en la vida ajena. La primera parte (que deja interrogantes que se resuelven al final) plantea un asunto que oscila entre una ética de la hospitalidad y una moral religiosa, ante la llegada a una aldea de un mzungu (término con el que se designa a cualquier europeo o blanco), al que unos guías somalíes despojaron y dejaron tirado. El inglés, una vez recuperado, no pudo sacarse de la cabeza a la mujer que lo había atendido, de modo que se dio a la tarea de pastorearla hasta que finalmente la conquistó; pero pasado el tiempo, se fue por donde vino…y hasta el sol de hoy. La anécdota no dejará de pasar de boca en boca y de generación en generación:

“Él se llamaba Pearce, y un buen día llegó al pueblo dando tumbos y fue a caer en brazos de su abuela Rehana. […] Había pasado días perdido en el monte después de que unos guías somalíes lo desplumaran y lo abandonaran a su suerte. Cuando lo llevaron a la casa, fue su abuela Rehana quien le ofreció el primer sorbo de líquido que había probado en todo ese tiempo. Debió de echarle algo, porque él se quedó prendado de ella desde el momento en que abrió los ojos. Fue la propia Malika, su tía abuela, quien se lo contó de viva voz.”

En las dos partes siguientes, dos de los protagonistas de la historia (Amín y Rashid) cuentan su respectiva versión de los hechos y comprenden que, a pesar de que ha transcurrido muchísimo tiempo desde que ocurrieron, no cesan las repercusiones. Como es de ley en las novelas del Nobel de 2021, se muestran los efectos, tanto del colonialismo como de la colonialidad en los países de la costa oriental de África.