Dos titanes de la literatura del siglo XIX presentados por dos figuras del siglo XX
A propósito del libro sobre Chéjov, de Iréne Némirovsky y del libro sobre Pérez Galdós, de Vargas Llosa.
Cuando un genio de la literatura escribe sobre otro genio, el lector gana por partida doble; disfruta con la escritura del primero y se motiva con la obra del segundo; pero cuando tenemos al frente dos libros en los que un gran autor escribe sobre otro, es mucha la ganancia. Es eso justamente lo que ocurre por mor de la reciente publicación de un libro de Iréne Némirovsky sobre Anton Chéjov y de otro de Mario Vargas Llosa sobre Benito Pérez Galdós. La suma nos da cuatro grandes escritores. ¿Qué pueden tener en común el autor de Fortunata y Jacinta y el autor de Las tres hermanas? Que cada uno elaboró mediante la mejor expresión literaria decimonónica el más vívido retablo sobre la sociedad de la época y el lugar en que vivió, España y Rusia del siglo XIX, respectivamente, con todas sus características: política, historia, costumbres, tipos humanos, creencias, lucha de clases, manifestaciones de poder y entramados sociales. Démosle entonces un vistazo a tan afortunada novedad bibliográfica:
La vida de Chéjov
Iréne Némirovsky
Salamandra
En El viaje de las palabras, la española Clara Usón terminó haciendo un homenaje a Chéjov, dejándonos un retrato del escritor ruso, que cuenta como biografía. Ahora llega a nuestras manos el homenaje a Chéjov que la gran Iréne Némirovsky terminó de escribir en 1940, es decir, dos años antes de morir a manos del nazismo. Gran retrato en toda la extensión del concepto es el que configuró una de las mejores escritoras del siglo XX sobre uno de los genios del siglo XIX. En esta biografía parece como si Némirovsky hubiera atendido las recomendaciones de Goerges Liébert, uno de los grandes biógrafos de Nietzsche: “la mayor cualidad requerida por un biógrafo es la empatía, a la que hay que añadir la calidad estilística de un escritor […] Hay que meterse en la personalidad de alguien, vivir dentro de alguien, es decir, ser habitado por él.”
Y la empatía de la autora de Suite francesa hacia Chéjov es total; parece que hubiera trasegado la infancia de éste en Taganrog, en el seno de una numerosa familia siempre hacinada, siempre enferma y bajo el trinquete de un padre violento y completamente embrutecido por la religión. Parece que hubiera acompañado a Chéjov en su penosa singladura para convertirse en médico altruista de campesinos que no tenían con qué pagarle por sus servicios y en el cuentista ruso más celebrado.
Chéjov (“un escritor con una infancia aciaga”), según su biógrafa, compartió sus miserias con cinco hermanos y una hermana; desde el día de su nacimiento (el 17 de enero de 1860) se vio marcado, igual que la mayoría de la población rusa, por lo que sería el lastre de toda su vida, haciendo de él un marginado: la tuberculosis.
“Mientras tanto, la hemoptisis no cesaba. En casa se sintió mejor, pero la sangre volvió a manar unas horas después. Hubo que llevarlo a una clínica en Moscú. Cuando la fiebre bajaba y la hemorragia se detenía, intentaba bromear, como era habitual en él, pero los médicos lo hacían callar. Permanecido tendido, sin hablar, con las manos cruzadas detrás de la nuca, extremadamente pálido.” Y en esas circunstancias, cuenta la ilustre biógrafa, a Chéjov, junto con muchos ramos de flores, los escritores en ciernes que lo admiraban le enviaban manuscritos para que él les echara un vistazo. Era tal su espíritu altruista, que, impedido para escribir, pensaba que al menos podría aprovechar para leer y corregir. Su talante, casi estoico y su calidad humana, lo ponían a salvo de la menor autocompasión y de suscitar en los otros sentimientos de pesar: “Él no se quejaba. Jamás, ni entonces ni más tarde, quiso atraer la atención sobre sí mismo ni inspirar lástima. Cuando le preguntaban cómo se encontraba respondía ´no estoy mal´ y cambiaba de conversación. ¿Se aburría en la clínica? ´Claro que no. Ya casi me he acostumbrado, ¿sabe usted? ´, decía.”
Siguiendo a Némirovsky, colegimos que el camino hacia el reconocimiento y la fama no fue para Chéjov lecho de rosas; el estreno de su obra La gaviota fue un desastre, tanto por la recepción del público como de la crítica; faltó nada para que lapidaran a la actriz que la representó y lo peor fue la lápida que le puso a la obra el mismísimo Tolstoi después de leerla: “No vale absolutamente nada. Está escrita como los dramas de Ibsen.”
Mucho tiempo le tomó al público ruso asimilar los dramas de un artista que viajó a los confines del país, a la Rusia que solo conocían los desdichados que iban a parar a Siberia (“la realidad más siniestra de Rusia”, según él). Su estadía en la isla de Sajalín fue un descenso al hades, que le hizo pensar, equivocadamente, que insuflaba a sus obras un realismo que impactaría a los lectores. “Creyó que si describía esas torturas con la mayor calma posible, sin pasión partidaria, impresionaría la imaginación de los lectores con más fuerza que indignándose y tomando partido violentamente contra los verdugos. Pero el público leyó, se estremeció moderadamente y olvidó enseguida lo que había leído.”
En enero de 1904, encerrado en una habitación berlinesa junto con Olga Leonardovna, su mujer, Antón Pávlovich Chéjov, el más grande dramaturgo y cuentista ruso, tal como lo hiciera también Oscar Wilde, pidió champán y se despidió del mundo del que alguna vez dijera: “es hermoso. Tan sólo contiene una maldad: nosotros.”
La mirada quieta (de Pérez Galdós)
Mario Vargas Llosa
Alfaguara
El nuevo libro del Nobel peruano es una magnífica muestra de un género que cada día consigue más adeptos (incluido quien pergeña estas líneas), a saber, el de la biografía intelectual, que tiene, tal vez, al alemán Safranski y al francés Dosse, como máximos representantes. El retrato que hace Vargas Llosa de ese escritor de aluvión que fue Pérez Galdós, es asaz completo, pero de raro no tiene nada, porque Vargas Llosa había aflojado la mano desde hace rato con autores como Flaubert, Víctor Hugo, Onetti y el mismo García Márquez. Para lograr un estudio de estas características, aparte de una disciplina monacal (que a Vargas Llosa siempre lo ha distinguido), se requiere mucho aliento para escribir, pero, sobre todo, músculo como lector; ser una especie de corredor de fondo en lectura, puesto que no abundan los que, como el escritor peruano, con ánimo de describirla, interpretarla y valorarla, se haga cargo de las veintiocho novelas, veinticuatro piezas teatrales a las que añadió una ópera y, de ñapa, las cinco series de relatos llamados Episodios nacionales, de que consta la producción de ese gigante a lo Balzac, que fue don Benito: “¿Fue un gran escritor? Lo fue. Desde luego que es exagerado compararlo con Cervantes, algo que él nunca pretendió, pero en el siglo XIX y comienzos del XX, no hay ninguno de sus compatriotas que tenga semejante dedicación, inventiva, empeño y la soltura literaria de Pérez Galdós. Por otro lado, su continuidad en el trabajo era notable y no hay ninguno de sus contemporáneos que haya dejado una obra tan monumental como la suya. Probablemente fue el primer escritor profesional que hubo en España”.
Si nos ponemos en modo académico, habrá que señalar que lo que hizo Vargas Llosa fue toda una hermenéutica (comprensión, interpretación, explicación), abordando las obras, tanto en su contenido como en los aspectos técnicos y estilísticos, y, al tiempo, llegando a la entraña misma del autor. Por esto nos enteramos de que el realismo de sus novelas se debe a sus viajes por toda España para documentarse; de que vivió en un país, no en retroceso, sino en caída libre; de que tuvo en Los papeles póstumos del club Pickwick y en La comedia humana, sus dos modelos a imitar; de que en las tertulias que sostenía era más lo que escuchaba que lo que hablaba (de seguro, más de una de sus novelas, como en el caso de Henry James, son puro chisme extendido); también nos enteramos de que, así como Gauguin terminó pintando sus últimos cuadros ciego, él también terminó escribiendo sus últimas composiciones ciego (por eso el Episodio nacional que lleva por título Cánovas, con el que cerró su ciclo, se lo dictó a su secretario); así mismo nos enteramos de que, a pesar de su apuesta sentimental por la Pardo Bazán, permaneció soltero, y de que el 5 de enero de 1920 treinta mil lugareños asistieron a su entierro.
Las obras de Pérez Galdós que el autor que inició el boom tiene en mayor estima (tome nota el lector) son: Fortunata y Jacinta, Misericordia, Doña Perfecta, Torquemada en la hoguera y El amigo manso. En las demás, si bien lo más atrayente (el ex libris de don Benito) es “la mirada quieta”, es decir, como de retratista, muestra que, como decía Shakespeare, hasta en el mejor paño cae la mancha:
“Su gran defecto como escritor fue ser preflaubertiano: no haber entendido que el primer personaje que inventa un novelista, lo sepa o no, es el narrador, y que éste es siempre (personaje implicado o narrador omnisciente) una invención del autor que da independencia y autonomía a las historias. A pesar de escribir tantas novelas, esto no lo entendió nunca.”
Por lo demás, dígase lo que se diga, a favor o en contra de la narrativa de este hombre, cuya mayor fortaleza narrativa, según la biografía-ensayo de Vargas Llosa, era la descripción de las acciones bélicas y que en el siglo XIX conocía la ciudad de Madrid como sólo Camilo José Cela la llegó a conocer en el siglo XX, quien quiera conocer la España decimonónica, en lo social, en lo político y en lo que quiera, ha de leer los Episodios nacionales y quién quiera disfrutar de su “mirada quieta”, ha de leer todo lo demás.
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