Cien años de Ulises, la ‘odisea’ irlandesa de un solo día o Bloomsday.
A propósito del centenario de ULISES, de Joyce:
Nada arriesgado sería afirmar que esta es la novela más difícil de leer y de entender a cabalidad, y uno de los libros más complejos de todos los tiempos; por algo, una escritora de la talla de Edith Warton no la pudo terminar. Es probable que al final uno acabe comprendiendo, poco más o poco menos, tres cuartas partes de lo leído, pero hay episodios y capítulos enteros que se disfrutan muchísimo. En el caso de quien pergeña este artículo, basado en la edición de Lumen de 1995, la predilección es por: 1 –Telémaco, 2 – Néstor, 4 – Calypso, 5 – Los lotófagos, 6 – Hades (el del entierro de Paddy Dignam), 9 – Escila y Caribdis (el que se dedica a Shakespeare), 15 – Circe (el más carnavalesco de todos), 16 – Eumeo, 17 – Ítaca, y 18 – Penélope (monólogo final de Molly).
Como se advertirá, cada capítulo está relacionado con un canto o rapsodia de La odisea (aunque ese paralelismo fue un capricho de Joyce, del cual terminó arrepintiéndose, porque -es bien cierto- mecanizó mucho la novela y condicionó innecesariamente su lectura). Aquí huelga decir que el libro de Joyce es un palimpsesto (una obra de arte en las que se advierten huellas de una anterior) del poema épico de Homero. Es decir, Joyce re- escribió la obra de Homero, pero adaptándola a la modernidad, tal como hizo García Márquez en su guion de la película Edipo alcalde con respecto a Edipo Rey, de Sófocles. La novela consta de las mismas tres partes de su hipotexto (o sea, del texto en el cual se inspira o del cual se desprende). Recordemos que las tres partes que estructuran La Odisea son: la primera, llamada Telemaquiada, rapsodias I a IV; la segunda, Los viajes de Odiseo (el otro nombre de Ulises), rapsodias V a XII, y la tercera, Odiseo en Ítaca, rapsodias XIII a XXIV. La primera parte equivale en Ulises a los nueve primeros capítulos, que transcurren durante el alba y la mañana; la segunda parte equivale a los capítulos del 10 al 15, que acontecen en la tarde, y la tercera, equivale a los capítulos 16, 17 y 18, que tienen lugar en la noche hasta la madrugada. Se puede colegir que, no es que sea indispensable haber leído La odisea para poder leer comprensivamente Ulises, pero sí conveniente y recomendable, como lo es también no acometer la lectura sin haber leído primero Dublineses y mucho sobre Joyce, como fue la experiencia de quien escribe estas líneas.
Ahora bien, ¿A cuál traducción le debemos apostar? De las cuatro que conozco y tengo a la mano, para entretenerme comparándolas, diré lo siguiente: La de José Salas Subirat, por ser la primera en español (1945) y porque, siendo de un argentino, la podemos sentir más cercana, merece toda nuestra atención. A la de Marcelo Zabaloy le cabe el mérito de ser del mismo traductor de Finnegans Wake, y es la más reciente (2015). También cabe resaltar la que hicieron María Luisa Venegas Lagüéns y Francisco García Tortosa, quienes llevaron a cabo la tarea durante ocho años y la publicaron en 1999; pero la que yo más recomiendo es la del ensayista y poeta José María Valverde, que es la primera traducción hecha en España (1976), merecedora del Premio Nacional de Traducción y que ahora se publica de nuevo en inmejorable edición para conmemorar el centenario de la obra.
¿Cuál es el mérito artístico de Ulises?
Aparte de que la novela contiene prácticamente todos los géneros y estilos discursivos (narrativa, ensayo, drama, sermón, parodia, filosofía, ciencia y teología, entre otros), el gran hallazgo de Ulises es que nadie, y menos un individuo de hoy día, habitante de cualquier urbe, necesita (como el héroe homérico) de diez ni veinte años para vivir una “odisea”. Con un día, desde que se sale de casa por la mañana, hasta regresar por la noche, puede ser suficiente. Así le ocurre a Leopold Bloom, el héroe de Joyce, habitante de Dublín, aunque éste tiene la mala suerte de que Molly, su Penélope, no resistió el asedio de los pretendientes (mejor dicho, de uno solo) y sí le fue infiel durante su ausencia, no de años sino de horas. Y, entonces, ¿para qué tirarle centenares de páginas a lo poco que ocurre entre las ocho de la mañana y las tres de la madrugada del jueves 16 de junio de 1904? Pues porque nuestra experiencia (como la del personaje) está hecha tanto de nuestras acciones y nuestra relación con sucesos exteriores, como de nuestros pensamientos, sensaciones y recuerdos, que se manifiestan por medio de nuestro lenguaje interior. Hablando en castellano viejo, la novela, básicamente se trata de lo que pasa por la mente de tres personajes (Bloom o Ulises; Molly o Penélope y Stephen o Telémaco) en un día, lo cual requiere de una técnica narrativa llamada monólogo interior o flujo de conciencia (que Joyce lleva al paroxismo al final, con el monólogo de cuarenta mil palabras de Molly, mientras se va quedando dormida) cuya invención o más bien descubrimiento, unos le atribuyen a Virginia Woolf y otros al mismo Joyce, pero que fue en realidad hallazgo de Tolstoi. Por lo demás Joyce fue el primer novelista en otorgarle perfil heroico a un tipo del común. Como bien señaló Ellmann, “Aparte de Stephen Dedalus, ¿qué otro héroe de novela hay que tenga piojos?”
Joyce logró lo que muy pocos escritores. Llevó su literatura a la vida, no sólo porque su obra se ha llegado a emplear como guía turística de Dublín, sino porque en dicha ciudad, cada año se conmemora el “Bloomsday”, es decir, el día en que transcurre su novela, 16 de junio, como ya lo señalamos. Todos los dublineses y muchos turistas viven esa fecha como si fueran los personajes de la novela: se visten como ellos, hacen los mismos recorridos, visitan los mismos lugares, recogen piedritas en la playa, se compran la pastillita de jabón, van en peregrinación hasta la que supuestamente era la casa de Bloom, etc. Actores profesionales le dan vida a la novela, y la Dublín de Joyce, salta de sus páginas y se confunde con la Dublín real.
Una obra muy polémica:
Tal como ocurre con las grandes sinfonías, el comienzo de una novela nos da el tono y nos dice qué se trae; en el caso de Ulises, anuncia desde el inicio, que no se trata de una novela cualquiera. Veamos:
“Solemne, el rollizo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana le sostenía levemente en alto, detrás de él, la bata amarilla, desceñida. Elevó en el aire el cuenco y entonó:
—Introito ad altare Dei.
Deteniéndose, escudriñó hacia lo hondo de la oscura escalera de caracol y gritó con aspereza:
—¡Sube acá, Kinch! ¡Sube, cobarde jesuita!”
Fueron muchas las dificultades que tuvieron los editores, sobre todo los norteamericanos, para publicar, inicialmente, mil ejemplares de Ulises. Al comienzo el libro fue catalogado de obsceno, inmoral y pornográfico y después, de ininteligible, insoportablemente extenso y aburrido; la novela, verdadero símbolo de la contracultura, ocasionó un escándalo sin precedentes, pero se sostuvo gracias a la tenacidad de Sylvia Beach (la dueña de la librería Shakespeare and Company) y del director de Random House. El libro, censurado y hasta amputado por los moralistas, llegó a ser un objeto de contrabando que se vendía a cien dólares, cuando su precio real era de diez y una especie de fetiche con el que muchos posaban de intelectuales aparentando que lo leían y mostrándose con un ejemplar en público; hasta la misma Marilyn Monroe se hizo tomar una fotografía “leyendo” el libro. El hecho de que el agente publicitario Robert Misch, haya escrito (exageración aparte) que era “el libro del que más se ha hablado después de la Biblia” es muestra irrefragable del impacto que llegó a tener.
Singularidad de obra proporcional a la singularidad del escritor (“de tal palo tal astilla”):
Muchas veces la singularidad de una obra se entiende o se explica por la singularidad del artista que la compone (por poner sólo dos ejemplos, en pintura, Dalí y en poesía, José Asunción Silva). Para conocer a nuestro autor, es más que suficiente leer la monumental biografía del hombre que, en el mundo más supo sobre su vida, Richard Ellmann; pero por si estas casi mil páginas nos intimidaran, existe otra biografía, mucho más sucinta, la de Edna O´Brien. De él también se ocuparon escritores como Javier Marías y Simone de Beauvoir, no en formato de gran biografía, sino en el de retrato-ensayo más o menos breve. De James Joyce no nos llegan las mejores referencias: Vivía casi como un indigente; era tan supersticioso y necio, que exigía que sus obras debían publicarse sólo el 2 de febrero, día de su cumpleaños; le tenía pavor a los perros y a las tormentas; se parecía mucho a su padre, que era patán, borracho y violento; era, además de atormentado, manipulador y mala paga, “las moléculas cambian. Ni yo soy el mismo que le pidió prestado, ni usted es ahora el mismo que me prestó”, solía contestar cuando le cobraban. Cuando Yeats se negó a prestarle diciéndole que no les prestaba a borrachos, Joyce dijo que Yeats utilizaba argumentos superficiales. Entre tantos detalles que lo hacían tan singular, está el hecho señalado por su biógrafa O´Brien, de que “a Joyce le gustaba la mermelada de moras porque la corona de espinas de Cristo estaba confeccionada con ese arbusto y que llevaba corbatas moradas durante la cuaresma”. ¡Juzgue el lector! la relación con Nora Barnacle, su mujer (a quién le escribía cartas pasadas de obscenas) era bastante ambigua, porque si bien, ella se fugó con él en 1904, cuando él era un vaciado; compartió penurias y miserias y le supo lidiar sus depresiones, nunca tuvo el detalle de leer Ulises ni ninguno de sus otros libros y alguna vez se refirió a su marido con esta frase lapidaria: “Es un fanático”. Joyce (quien también fue cuentista y poeta y compuso un amasijo lingüístico, catalogado por Bernard Shaw como “Un completo delirio”, Finnegans Wake, según el mismo Joyce, susceptible de ser apreciado, sólo conociendo al menos diecisiete lenguas) pudo haber sido médico, actor o publicista en vez de escritor, pero la bohemia y la falta de plata se lo impidieron (afortunadamente). La causa de que en todas sus fotografías aparezca con anteojos y parches, se debe a que lo operaron de los ojos, por lo menos diez veces.
El gran genio irlandés de la novelística moderna, cuyo segundo nombre era Augusta y su segundo apellido era Murray, murió en un hospital de Zurich, debido a una úlcera, el 13 de enero de 1941, frisando apenas los cincuenta años. Tenemos todo este año para celebrar (leyéndola y estudiándola) el centenario de una de las obras emblemáticas de la literatura del siglo XX y uno de los más grandes logros del intelecto.
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