En su hermoso e iluminador libro, El arte de la novela, el novelista checo Milan Kundera explica cómo el género novelesco (el mejor invento de Occidente según Pamuk) es el llamado a rescatar al ser del olvido a que fue condenado, no sólo por la filosofía anterior a Heidegger, sino también por las ciencias; cómo la Novela como género es una continua exploración, una búsqueda del yo. Algunos escritores japoneses se arrogan la invención de una modalidad de novela que denominan watakushi shosetsu o narrativa del yo, cuyo más visible exponente sería Osamu Dazai, sin dejar de lado a Yukio Mishima, y se puede ver que en la actual literatura, sobre todo europea, se ha dado un auge de la Novela autobiográfica o cuando menos vivencial y también de otra modalidad muy similar, que se llama autobiografía novelada, que en ambos casos requieren ser narradas desde una perspectiva intimista, la perspectiva del yo, lo cual es más que evidente y una constante en prácticamente toda la producción literaria de la flamante premio Nobel del año pasado, la francesa Annie Ernaux.
Esta escritora francesa nacida hace 63 años en Lillebonne (Normandía) decidió convertirse en la protagonista (no disimulada con un trasunto de ella misma) de sus novelas, al punto de que, al menos siete de ellas (que son el insumo de quien pergeña estas reflexiones) comportan lo que cabría denominar la saga de Ernaux o, siendo más consecuentes con su apoyo en fotografías suyas de distintas épocas, para suscitar sus recuerdos, el álbum narrativo de Ernaux. Todo su periplo vital está desplegado a lo largo de unas 1350 páginas, desde su infancia en medio de toda suerte de carencias y adversidades (o como eufemísticamente hoy día se volvió común decir, “en estado de vulnerabilidad”), hasta lo que parece una vejez bien llevada.
Se diría que La Vergüenza, es la novela en la que Ernaux destapa su juego respecto a lo que fue su educación hasta entrada la adolescencia; pero en la que la frase que abre la novela (“Mi padre intentó matar a mi madre un domingo de junio.”), es un mensaje inequívoco de que no sólo era vergonzante la educación formal que recibió, sino también lo que ocurría al interior de su familia, pues, como afirma la escritora Elvira Navarro, es la familia el mejor tema para la escritura, ya que es el escenario tanto de lo mejor como de lo peor. Ernaux no se anda con chiquitas a la hora de juzgar retrospectivamente a sus padres y a qué la trajeron al mundo: a que siempre tuviera que vivir avergonzada (¿por qué creen que Kant afirmó que, a los padres, los hijos no les debían ningún agradecimiento por la existencia?):
“Todo lo que formaba parte de nuestra existencia se convirtió en algo de lo que avergonzarse: el retrete del patio, el dormitorio común -donde, según una costumbre muy extendida en nuestro ambiente y motivada por la falta de espacio, yo dormía con mis padres-, las bofetadas y los tacos de mi madre, los clientes borrachos, las familias que compraban a crédito…El conocimiento que yo tenía de los distintos grados de la borrachera y de lo que era llegar al final de mes a base de carne de buey en conserva indicaba por sí solo mi pertenencia a una clase social con respecto a la cual la escuela privada no manifestaba más que ignorancia y desdén. Era normal tener vergüenza, como si esta fuera consecuencia inevitable del oficio de mis padres, de sus problemas de dinero, de su pasado de obreros, de nuestra forma de ser.”
Qué mal parada queda también en esta novela la retrógrada educación confesional con el relato de lo que vivió la joven Annie en el internado católico, en plena mitad del siglo XX. Se extiende a lo largo de tantas páginas (así de fuerte es el trauma), que se hace difícil escoger un párrafo a guisa de cita. Se le deja la tarea al lector.
El intimismo y la auscultación de su yo, se acentúa en Memoria de chica, novela en la que, desde el presente de la escritura, 2014, su memoria se remonta más de medio siglo, al año 1958, el de su primera experiencia íntima con un hombre. Mucho peso hubiera perdido la narración si se hubiera quedado en la mera anécdota; pero lo que, muy por el contrario, le da espesor a la novela, es la reflexión ontológica que lleva aparejada por mor de los recuerdos, que comportan una especie de palimpsesto que permite concebir el yo como cúmulo de recuerdos (por cierto, inestables): “debo fundir a la chica del 58 y a la mujer de 2014 en un «yo»? ? “La chica de la foto no soy yo, pero no es una ficción”. Vemos, entonces, con mucha claridad, que la Novela, como dice Kundera, sí es una exploración del yo.
En otra de sus novelas (o episodio de ese architexto que conforma el conjunto de su obra), promediando la lectura, el lector se encontrará con un párrafo que bien le hubiera servido de prefacio al libro: “(Es posible que un relato como este provoque irritación o repulsión, o que sea tachado de mal gusto. El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, otorga el derecho imprescriptible de escribir sobre ello. No existe una verdad inferior. Y si no cuento esta experiencia hasta el final, contribuiré a oscurecer la realidad de las mujeres y me pondré del lado de la dominación masculina del mundo.)”
¿Cuál es ese “acontecimiento” tan importante que le da el título a la novela y que, además, puede ser motivo de repulsa en el lector? Dicho sin ambages, el aborto. Ernaux se vio abocada a ello y confirmó que la filósofa bioética Paulina Rivero tiene razón cuando afirma que es una experiencia horrible, no deseada nunca por ninguna mujer. En el antes, el durante y el después de tal “acontecimiento” se va toda la novela, acompañando siempre la narración de los hechos con reflexiones (sobre, la ley, las creencias, la hipocresía social, la moral y el moralismo, “Mi madre pertenecía a la generación de antes de la guerra, la del pecado y la vergüenza sexual”), reflexiones que no están puestas ahí como recreación de anécdotas, sino para interpelar la conciencia del lector.
La novela cuyo título es Perderse, es una narración en formato de diario que va desde el martes 27 de septiembre de 1988 hasta el lunes 9 de marzo del 90. En él, la autora deja vivo testimonio de su aventura con un hombre al que llama “S”, por el que perdió la cabeza sólo porque era soviético y del que, en cada encuentro recibió un trato seco, mediado absolutamente por el sexo (“yo soy un paréntesis erótico en su vida, nada más.”). Lo inquietante del diario y lo que le da un tenor profundamente psicológico, es que la autora muestra una abyección total hacia un hombre del que no sabe nada y del que apenas sospecha que pertenece a la KGB (“no hago nada para libarme de mi obsesión, de mi deseo.”). Lo peor es que a mayor indiferencia y desinterés por parte de él (“nunca ha transcurrido tanto tiempo sin que me llame.” “nunca cumple su palabra con las llamadas.” “Es evidente que un hombre que no me llama una sola vez en quince días no siente nada por mí.”), mayor es su dependencia de él, al punto de casi anularse por completo, mejor dicho, de “perderse”. Frases que discurren en su monólogo interior como las que van a continuación, son prueba fehaciente de su extravío: “estoy psicológicamente hueca, separada de mi misma hasta las lágrimas.” “¿Será más duro borrar un año que dieciocho años con mi marido? El odio facilitaba las cosas, aquí el amor las complica.”
Un episodio más que hace parte del proyecto narrativo de Ernaux y que no es otro que el de contar su vida, se titula El lugar. En esta entrega (llamémosle así) parte del momento de la muerte de su padre y desde allí se devuelve a la infancia (a esto, técnicamente se le llama analepsis de largo alcance), sino para reconstruir la vida de su padre. Toda. Hasta el día de su fallecimiento. Un tercio de la novela es lo que se llama un discurso de muerte: el recuerdo del cadáver de su padre, que después de unas horas la lleva a concluir que “ya no era mi padre”; el entierro y después… ¡la soledad! La novela, poco a poco va mostrando la transformación de una familia de tenderos pobres (que para más inri se boleteaban hablando patois, forma popular del francés, que, a la sazón, era signo inequívoco de inferioridad social).