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Chaplin nunca imaginó esta forma en la que se consume el arte donde él se hizo grande. Desde que a Sean Parker le dio por hacer Napster, y su P2P que hizo mecer las bases de la industria musical, los cambios en la manera de consumir y cobrar por ello no han parado. La humanidad arribó al puerto en el cual el dónde ya no importa y cualquiera “carga” encima con más de los productos necesarios para atender el gusto cultural más sibarita. Solo basta con una conexión aceptable a Internet, y un teléfono celular.

 

 

Al comienzo, como toda revolución, hubo una —terrible (?)— resistencia; la de una industria acomodada y dormida en sus laureles al ver que su tesoro estaba siendo “compartido” por millones sin pagar un peso. ¡Horror! No obstante, hay que contar con la elasticidad inherente al capitalismo la cual no le ha dejado romperse ante peores situaciones. Lo que en un comienzo él ve como una amenaza, nos lo devuelve como producto de consumo al poquísimo tiempo —la minifalda, el punk son buenos ejemplos—. Se tomaron la idea que no paga derechos de autor. Así pues, del oscurantismo y la quema de brujas a todo usuario P2P, se dio paso al iPod y de allí a la venta de canciones por 99 centavos de dólar. Et voilà. ¡Todos felices! Sí, mas no tanto. Porque queríamos más. Con los libros, las películas y series la cuestión tomó algo más de tiempo. Después de cierto letargo llegamos, desde este año, al ubicuo Netflix. Se paga una mensualidad y se tiene acceso a un contenido audiovisual inabarcable en una vida humana para ver donde y cuando plazca sin gastar más recursos que la energía de los servidores.

Que uno no encuentre allí lo que busca no significa que el catálogo sea menor. Tal vez solo significa que no se sabe buscar o que se está en el lugar equivocado. Nomás preguntale a los dueños de Betatonio. Por desgracia, se sigue comprobando que sin importar que se pague por los contenidos, lo que debería contar, se mantienen ciertas restricciones para el acceso a los mismos. Hay toneladas de leyes que restringen su uso con base en el lugar donde se encuentra el cliente. En Netflix, por ejemplo, los X Files no se pueden ver en USA pero sí en Colombia. Si hablamos de los nuevos capítulos, solo están disponibles en territorio gringo por Fox (cable o Internet) o en Colombia en la TV paga. Y sin embargo existen otros lugares en donde hallar esos anhelados santos griales. Mi reino por un hacker. Los computadores, además de volverse el electrodoméstico por antonomasia, se han dotado de características metafísicas y hoy son como el Espíritu Santo: pueden estar en todas partes. Tienen el don de la omnipresencia.

Y lo mejor de todo es que lo puedo hacer sin necesidad de infringir la ley —o no mucho—. Suena increíblemente bien, ¿no? La promesa de la tecnología hecha realidad. Como dicen los más viejos “de eso tan bueno no dan tanto”. Hay varios asuntos a los que por espacio no me dedicaré como: los monopolios culturales que vemos ya en Amazon y Apple tienden a la homogenización de la oferta por cuanto promocionan lo que les es rentable perdiéndose un enorme producción intelectual y muchas veces nivelándonos por lo bajo. Sobre el canto de sirena de tener “todos” los contenido que queremos mientras el gran Hermano bibliotecario nos controla, da para una serie. Llámenme nostálgico. En lo íntimo, el no tener libros, discos o DVD con series y películas nos hace perder de ciertos placeres. Desde sentir el peso y la textura cuando se tiene una carátula en sus tres dimensiones entre manos, el olor particular de las hojas de los libros, los acetatos, el papel de la cartilla del CD, y muchos más.

Se minimiza de múltiples formas el nivel de intimidad que alcanzamos con ese contenido. Se aplasta, se hace bidimensional la relación. Y mucho más importante, se nos olvida cómo rompimos la barrera de entrada. La biblioteca de la casa y los discos del papá son la respuesta. Nada más placentero que poner un disco que uno había seleccionado y oírlo completo de cabo a rabo. Aprovechar la extensa oferta, hacernos más selectivos en lo que realmente vamos a tener para armar nuestra colección privada de ese contenido que nos ha sabido mover las fibras. Ese libro que queremos mostrarle al nieto, ese disco que “debe” oír son tesoros que debemos guardar.

Ve, Miley Cyrus by Woody Allen. Si tienen un hijo esa sí sería La Serie.

 

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