En un futuro no muy lejano, el norte de París, tal vez, será recordado mucho más por haber sido el lugar donde aconteció la conferencia del COP21 que por el infausto 13N. O tal vez no. Si los políticos no se mueven, porque se necesitan para mover a la anquilosada sociedad civil borracha de sueño americano, no habrá mucha humanidad que recuerde otra cosa más allá que la caída de esta civilización. Si sobrevivimos, ¿cuántos años nos tomará levantarnos? Será otra vez estar preparados para la caída del imperio Romano.
El 1 de diciembre, el día de la foto, Obama dijo que él representaba al segundo país más contaminador del mundo. Tal vez no se acordó de sumar lo que las empresas de su país hacen afuera. También habló el presidente chino, Xi Jinping, y muy por encima tocó el meollo del asunto cuando dijo que “enfrentar el cambio climático no debe negar a las necesidades legítimas de los países en desarrollo para reducir la pobreza y mejorar los niveles de vida”. Así que con esa perspectiva de crecimiento que lleva a la búsqueda constante de abaratar los costos, las empresas del primer mundo, con las gringas a la cabeza, llegaron a China y la convirtieron en su fábrica. Mano de obra barata y sin leyes internas que protejan el ambiente. ¡Eureka! Nada ilegal, por supuesto. Pero es claro que para convertirse en la primera potencia contaminadora, la China comunista violó cualquier regla valedera de los lugares donde —ya solo— se diseñan los productos.
Así que moralmente Occidente no pasa la prueba. Las empresas petroleras principalmente, algún gran personaje de la K Street nos lo podrían corroborar, apoyados por un puñado de mediáticos y prestigiosos científicos asentados en EUA, nos han llenado de publicaciones en donde se niega la responsabilidad del hombre sobre el cambio climático. Si además tenemos en cuenta todo el problema derivado por tratar de imitar el modelo de vida americano, con casa, carro y consumismo a crédito, podemos afirmar que el país de Obama es el gran culpable. No obstante, “al menos” ellos no son tan hipócritas de firmar tratados para reducir emisiones mientras las promueven en otras partes. Yendo a peor, se han dedicado a engañarnos buscando otras explicaciones al calentamiento global y excusas valederas para su falta de compromiso.
Del otro lado del Atlántico, la vieja Europa nos llama a la acción y se pone a sí misma como ejemplo. Sus países, del oeste, lucen impecables con sus ríos descontaminados, el aire sano y una fuerte legislación para cuidar “su” medio ambiente. Envidiable, pero falaz. Es un montaje, y sus dirigentes lo saben, al que se le empieza a ver la tramoya. Cualquiera se entera de que con llevarse los desechos a la periferia se logra apenas retrasar el impacto. ¿Qué se saca exportando los carros de más de 20 años a países en África?
A pesar de ser un secreto a voces el hecho de que para salvarse, y salvarnos, el obeso mórbido en que se convirtió Occidente debe someterse a dieta, porque a este ritmo se quedará sin nada que comer dentro de muy poco y se morirá de inanición. Y nosotros con él. La solución no será simple, y pasa por un necesario cambio de paradigma: no se puede pensar en crecer a infinito con un planeta de recursos finitos. Llegó la hora de pensar en decrecer, en recuperar el valor del tiempo sometido hoy al yugo del productivismo. Y hay esperanza, movimientos como Slow food y sus derivados son la respuesta inteligente a este asunto.
Ve, no jodás que le tenemos que dar las gracias a Rajoy.
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