Inevitablemente, tiempos como los que vivimos me hacen preguntarme por la muerte. Si la vida es la línea que transcurre entre el nacimiento y la muerte, nacemos para morir. Ciertamente, la muerte —su realización— es la única certeza con la que contamos en este camino de incertidumbre. De esta manera, inexorable e intransferible, es la causante de nuestra angustia existencial. Llevamos una vida condicionada por su fin. Si la vida es lo que vivimos, y la muerte el final de lo vivido, estamos destinados a toparnos con la nada. 

Durante varios siglos, la religión fue la única en plantear respuestas a las preguntas por la existencia. Fueron épocas en las que la fe en la verdad revelada por un dios-hombre sumió a toda la civilización occidental en un prolongado periodo de oscuridad y sumisión. A través de la culpa, de la redención del pecado, dieron sentido a la vida, un sentido alienante que desacreditaba al mundo material y ocultaba su complejidad. El cristianismo, tal como escribió Nietzsche, fomentó el desprecio por el cuerpo, la negación de la vida y la degradación del hombre armado con el concepto de pecado. Encadenaron al individuo a una promesa de eternidad que postergaba la muerte.

A lo largo de la primera mitad del siglo XX, uno de los filósofos más importantes de la historia, Martin Heidegger, asumió la causa del hombre en busca de su emancipación a partir de algo que denominó la diferencia ontológica. Afirmó que el desarrollo de la Metafísica, es decir, el área del conocimiento que aborda las preguntas por aquello que está más allá de la física, sobre el Ser en cuanto tal, estaba inmerso en una confusión que des-significaba el ser al igualarlo con los entes a través de los cuales se manifestaba. Para él, existían múltiples entes que participaban del ser; los objetos, los animales, el hombre y todo lo que era en el universo. Todos los entes fungían como manifestaciones del ser,  aunque nunca como el ser en su totalidad.

Para Heidegger, solamente había un ente cargado de potencialidad, uno con proyección, basado en el cual podría estudiarse el ser: el hombre. En la medida en que el ser humano era el único ente que se preguntaba por la cuestión del ser, por la existencia misma, podía asumir auténticamente su papel en el tiempo. Solo el hombre reflexiona sobre el sentido de su vida y por su final. Ahora bien, este hombre no era pura presencia, también se materializaba en una temporalidad, era un ser-ahí, una inquietud por el ser en cada instante, al que nombró Da sein Somos entes arrojados en un mundo predispuesto en el que tenemos que desenvolvernos. Un mundo condicionado por un pasado que nos es ajeno y un futuro azaroso e impersonal. Al nacer aterrizamos en una realidad que no nos contemplaba. 

Por lo anterior, concluyó que nuestra especie estaba inmersa en un entramado de decisiones que condicionan su trayecto existencial. Pero, dado nuestro advenimiento en una realidad preconcebida por el paso del tiempo y el hacer de quienes han hecho, nos vemos obligados a decidir entre lo que es y lo que podríamos llegar a ser. Lamentablemente lo que es, la cotidianidad, cómo debemos hacer y pensar según el tiempo en el que vivimos, nos impulsa a postergar la vida. Nos lleva a vivir una existencia inauténtica. Refugiados en la seguridad de lo que es, dogmática, de felicidad eterna y amor inagotable, decidimos vivir sujetos al orden establecido, cautivos por la banalidad, mientras que el tiempo se esfuma y se lleva consigo nuestras posibilidades. La muerte, decía, es el momento en que se hace posible lo imposible, el fin de nuestras posibilidades.

Así las cosas, la única forma de significar nuestra vida es hacernos conscientes de su finitud. La angustia por el devenir de la muerte debe llevarnos, como motor vital, a apropiarnos de nuestras decisiones y destinarlas a vivir una existencia auténtica fundada en lo más profundo de nuestra autonomía. Bien mencionaba Fernando Savater: «La culpa nos hace presente el pasado y la muerte nos anticipa el futuro. Nuestra vida es un ente, la nada del antes y el futuro del después no nos pertenecen. El Ser es la tensión pura de presente, pasado y futuro que nos sustituye». Somos lo que vivimos en el presente, nuestras decisiones son lo único que podrá darnos sentido. El ser no es una presencia permanente sino un eterno acontecer, un ente volcado hacia el futuro.

Durante mi vida, herido por las impiedades del presente y angustiado por el devenir del futuro, había asumido la existencia de un principio ordenador del universo diferente al Dios de las religiones. Hoy no sé si exista algo así y posiblemente las ideas que originaron esta duda vuelvan a caer, así como probablemente lo harán las que las reemplacen. Nunca sabré cuál sea la razón de mis dudas ni la de mis certezas, aun así me tranquiliza imaginar que este permanente cuestionamiento, este filosofar, podrá dar algo de sentido a mi existencia. Dudemos de todo, nada es indiscutible, las verdades absolutas solo sobreviven a su tiempo.

Asumir que todo acabará, que la riqueza y la felicidad pasarán a la nada, asumir nuestra mortalidad, es un acto de liberación. Vivamos el presente, seamos y estemos ahí, seamos libres mientras llega el final. Que el vendaval de la muerte nos encuentre indiferentes a su paso.

 

@GabrielCasadiego