Cuánta razón tenía Mario Vargas Llosa cuando en uno de sus escritos para el diario El País de España, refiriéndose a la obra de José Ortega y Gasset indicaba: “La soberanía del individuo se ve amenazada por la irrupción incontenible de la muchedumbre, de lo colectivo, en la vida contemporánea”. Qué palabras tan acertadas y oportunas, a pesar de su lejanía en el tiempo, para describir lo que está ocurriendo en muchos países en los que masas enardecidas han puesto a orillas del abismo a sus sistemas democráticos a cambio de nada. Qué amenaza tan terrible representan las muchedumbres para el pensamiento y la libertad. Estamos frente a una desindividualización constante que desdibuja el verdadero papel del individuo en la sociedad y lo relega a ser una parte más de una superestructura que no está edificada por él ni para él. La vulgarización de lo importante nos está llevando por un camino de retroceso.
Cada año son noticia las aglomeraciones escandalosas y violentas que acaban con ciudades afirmando que revoluciones absolutas son la clave para superar los impasses y males que afronta la sociedad. Qué fácil es repetir arengas e inconformidades fundadas en la indignación permanente. Nada más práctico que lanzar acusaciones y cuestionamientos ocultos bajo la sombra que la ignorancia despliega.
Antes que nada me veo obligado a hacer una precisión para restarle espacio a los malentendidos. Como todos creo en ciertas causas y, como conocedor de los logros de la humanidad, soy consciente del valor que ha representado la reivindicación de derechos humanos cercenados por minorías poderosas y excluyentes, pero no por ello me privaré de ser crítico ante la amenaza latente que el populismo materializado en colectivos supremamente masivos representa.
Los hechos que han sido noticia durante las últimas semanas, entre ellos las marchas y saqueos en Santiago de Chile, la toma del centro de Quito que provocó la huida del presidente Lenin Moreno a Guayaquil, las movilizaciones de miles de Catalanes en favor del separatismo en España, entre otros, me han llevado a reflexionar sobre su sentido e impacto. Lastimosamente, tras pasar varias noches concentrado en sus motivos, me es inevitable llegar a la conclusión que temía; sus razones, como las de cualquier aglomeración, se han reducido a puntos comunes, repetidos década tras década, que, confrontados con la información y el conocimiento disponible, no superan la superficie de las problemáticas que les dan origen y obstaculizan el trabajo que estudiosos e intelectuales adelantan para su superación. La generalidad de las movilizaciones importantes en el continente han sido impulsadas por postulados basados en análisis equívocos y suposiciones, por ejemplo, la cruzada en contra del liberalismo económico que se gesta en el cono sur latinoamericano o la lucha en contra del reconocimiento de derechos a personas LGBTI, que históricamente les han sido negados, en Brasil. El dogmatismo torpe que rige a las masas está alentando a que hombres y mujeres se regocijen en su mediocridad, “individuos incapaces de sentirse como tales, que se sienten como todo el mundo sin angustiarse por ello”.
Debo mencionar que no estamos ante una cuestión menor, igualarnos en un ser colectivo, abdicar de nuestra individualidad para adquirir la de la colectividad es alienante y deshumanizante. Individuos fundidos en un colectivo que piensa y actúa por ellos, basado en impulsos momentáneos y pasiones más que en razones, solo puede dar lugar a una catástrofe.
Si bien es cierto que el tecnicismo excesivo ha abierto una brecha entre los pueblos y sus líderes, también lo es que quienes desean posiciones de liderazgo atizan las emociones y prejuicios de las personas para aglomerarlas y convertirlas en una maquinaria que apalanque sus intereses. Debemos dudar de aquellos que llenan estadios y plazas, los discursos más vehementes y populares generalmente están colmados de suspicacia y mala fe. Esto no solo se hace evidente en lo político, también en otros campos, una muestra de ello la dan los lideres de movimientos religiosos fundamentalistas que con verdades absolutas e idealizaciones excesivas acaban con la autonomía de sus seguidores, los convierten en rebaños.
En Colombia, como es natural, no hemos sido la excepción. Líderes autoritarios de los sectores más radicales del espectro político se han beneficiado, unos de la indignación colectiva y la desesperación y otros del miedo causado por años de violencia inclemente, con el único fin de acabar con su orfandad de poder. No podemos conformarnos con repetir sus postulados y librarnos de la responsabilidad de planear un futuro promisorio. Somos mucho más que una muchedumbre que aplaude y vota enceguecida por una victoria probable contra el adversario más próximo, tenemos la obligación de atrevernos a encontrar nuestras propias respuestas, de pensar e interiorizar que las grandes transformaciones inician en lo más profundo de cada individuo libre, no en las imposiciones que las mayorías erráticas pretenden perpetuar.
La mayor amenaza que enfrentan las democracias contemporáneas es el ascenso del populismo enaltecido por masas incontenibles, debemos cualificar nuestras expresiones políticas, a través del pensamiento crítico y la deliberación, para generar un impacto positivo en las personas y detener su conflagración.