En cuestión de meses, Donald Trump pasó de ser un curioso espectáculo mediático a un aspirante a la presidencia de Estados Unidos con altas posibilidades de éxito. A pocos días de las elecciones presidenciales, el vertiginoso ascenso de este personaje representa un desencanto generalizado por la política tradicional y pone en duda la fe ciega que depositamos sobre las promesas de cambio.
Es especialmente claro en época de campañas, el cansancio de la política “de lo mismo”. Quizás es por eso que en estos momentos, en los que hay posibilidades de grandes transformaciones, las propuestas más extremas, sin sentido y descabelladas, tienen tanto eco. Son ofrecidas por un salvador, que generalmente se pinta como revolucionario y que resulta teniendo mucha acogida. Estas soluciones fáciles, de voces fuertes y apasionadas son la primera alerta que advierte sobre la realidad de lo prometido.
En muchos sentidos Trump me recuerda al controversial Gabriel Antonio Goyeneche, varias veces candidato a la presidencia de Colombia entre 1958 y 1970 y recordado por propuestas disparatadas como pavimentar el Río Magadalena o construir una sombrilla metálica sobre el Canal de Panamá (para evitar un eventual bombardeo de los soviéticos). La razón por la que Goyeneche se perdió en la historia como un “demente”, mientras que Trump se aferra peligrosamente al control del país más poderoso del mundo, tiene mucho que ver con la forma en la que el norteamericano se ha logrado posicionar en la sociedad estadounidense.
En primer lugar, se convirtió en el megáfono de la inconformidad. Astutamente, recogió los miedos de una gran cantidad de la población, se identificó con ella y como su vocero, amplificó esos sentimientos de frustración prometiendo soluciones extremas fáciles de entender.
Con esa premisa, ha posicionado a su rival Hillary Clinton como una representación del fracaso de la política tradicional: “si tiene usted tan buenas ideas porque no ha hecho nada en treinta años” la interrumpe en uno de los debates y demuestra la enorme distancia entre esta campaña presidencial y un debate serio sobre el rumbo de una nación.
Cuando algo tan importante como el futuro de un país se discute en términos de insultos personales, pasiones, escándalos y juegos políticos, la reflexión y el análisis toman un segundo plano. Con una convicción fervorosa, ambas partes exhiben sus puntos de vista sobre sus opositores y validan en el electorado una dinámica peligrosa que consiste en descalificar y silenciar a quien piensa diferente.
Vengo de una formación tradicional católica que valoro mucho y de ella rescato muchísimos elementos que me han ayudado a salir adelante en la vida, pero esto no quiere decir que tenga que defender a capa y espada los preceptos de la Iglesia como si trabajara para ella. Tampoco quiere decir que no pueda detenerme y analizar algunos de esos elementos de mi crianza que no fueron tan positivos. Abrirnos a la crítica y a la reflexión nos libera y nos permite conocer el mundo desde otras perspectivas. Por eso es tan triste que en un ejercicio democrático tan importante como éste, eso no esté sucediendo.
En la academia sabemos que el conocimiento se obtiene ampliando las fronteras; abriendo camino al análisis, construyendo puentes y sobre todo derribando muros en lugar de construirlos.
Fernando Dávila Ladrón de Guevara
Rector Institución Universitaria Politécnico Grancolombiano