No son pocos los momentos en los que en el escenario educativo se escucha un llamado por el regreso de la educación cívica. Ante los evidentes vacíos de nuestra sociedad en comportamientos cívicos, es natural que se acuda a la Academia para que actúe sobre estas falencias ¿Son las clases sobre comportamientos cívicos la respuesta?
La educación cívica, que en algún momento se llamó “urbanidad”, evoca para mí el autoritario y anticuado Manual de Urbanidad de Antonio Carreño; un compendio de lecciones y consejos del siglo diecinueve que pesó sobre la filosofía que inspiraba asignaturas dedicadas a la enseñanza de las “buenas costumbres». La poca efectividad de estas estrategias recae en la tendencia de atribuir a la educación el papel de solucionar todos los problemas de la sociedad y querer hacerlo en los confines de una asignatura.
Uno de los problemas que surgen al intentar aportar a un tema de este tipo en un modelo de asignatura tradicional, es que una clase teórica es insuficiente. Usualmente, se limita a una cátedra en la que se exponen temas como solución de conflictos, democracia o convivencia y sobre esos conceptos en el mejor de los casos, los estudiantes son evaluados a partir de sus reflexiones, plasmadas en trabajos escritos, exámenes y exposiciones pero en otros la memoria es la base de la calificación.
Esta aproximación permite a los estudiantes familiarizarse con la base teórica en la que se enmarcan las prácticas sobre las que se busca generar impacto, pero dista de su realidad y no garantiza la coherencia entre lo que se enseña y lo que se aplica. De poco sirve que dentro de un salón se hable sobre civismo, si fuera de él una institución educativa no resuelve sus problemas de convivencia, autoritarismo o desigualdad.
Otro error que se ha cometido al intentar traer la enseñanza de competencias cívicas al salón de clase es el efecto recetario, que consiste en reducir estos complejos conceptos de la vida diaria a un listado de normas, que los estudiantes memorizan. Así le sucedió a uno de mis hermanos que, en el colegio fue premiado por haberse aprendido de memoria un amplio fragmento del Catecismo Astete, un cuadernillo que recogía principios espirituales y que se enseñaba en colegios católicos. Siendo un estudiante brillante, reflexivo y con excelentes valores y principios, lo que se le reconoció fue su habilidad para memorizar.
La responsabilidad de la familia en la educación inicial es fundamental, pero las instituciones de educación superior no deben descuidar su papel. Por la heterogeneidad de su población estudiantil se asume que estos vacíos ya están resueltos, pero hay espacios en donde, por ejemplo, es muy clara la falta de integridad académica y el énfasis en castigar estas faltas, en lugar de corregirlas y aprender de ellas, puede conducir a situaciones difíciles de sostener.
Sí necesitamos educación cívica, pero no en los términos de antaño. Los temas que intentan abordar estas clases son dinámicos, complejos, cambiantes y desbordan lo que puede hacerse en una hora de clase y lo que una evaluación alcanza a medir. El aprendizaje duradero y que deja huella trasciende el currículo, es parte de la vida real y se experimenta todos los días.
Fernando Dávila Ladrón de Guevara
Rector Institución Universitaria Politécnico Grancolombiano