Durante una entrevista concedida a Harvard International Review en 1999, el recién elegido presidente de la FIFA Joseph Blatter manifestaba con absoluto orgullo – tal vez vanidad – que “el fútbol posee la fe humana, de modo que si le quitas a la gente este deporte sería como si les quitaras un poco del pan de cada día”. Puede que Sepp haya tenido razón, y nuestro amado deporte sea una necesidad casi que vital para muchísima gente a lo largo y ancho del planeta; gente como yo que, a pesar de ser catalogado como un monumental “tronco” por los que sí sabían con el balón, jugué con gusto la mayoría de los días de mi infancia y adolescencia, me emocioné con los triunfos de mis equipos, y sufrí con sus derrotas.

Sin embargo, lo cierto es que la devoción que muchos profesamos por este amado deporte terminó por ser usada para el beneficio de unos pocos, a expensas no sólo de las expectativas de los aficionados respecto del carácter limpio y competitivo de la disciplina, sino de cuantiosos recursos económicos que bien podrían haber sido utilizados en otro tipo de acciones más tangibles para la población en países económicamente débiles, que se deslumbraron con la posibilidad de organizar torneos FIFA.

Más allá del establecimiento de responsabilidades particulares respecto del escándalo que se destapó por completo la semana pasada y que condujo a la renuncia del arriba mencionado Joseph Blatter – el bandit mayor, en palaras de Iván Mejía –, considero interesante, al menos para quienes nos sentimos de alguna forma decepcionados por lo que está pasando con el fútbol, tratar de entender de qué forma la FIFA se convirtió en aquella omnipotente organización que le permitió a unos cuantos pervertir la esencia lírica del deporte.

El poder de la FIFA como organización tiene dos fuentes bien claras: de un lado, el hecho de ser una estructura transnacional sin ningún tipo de afiliación efectiva o control, y del otro, la legitimidad que le otorga la gente, al tratarse del deporte más seguido y practicado en el mundo.

Si bien la entidad aparece legalmente constituida como sociedad comercial en Suiza, la FIFA opera de forma similar a una empresa multinacional y por lo tanto posee las mismas ventajas a nivel de alcance y capacidad de gestión. Al tener como mandato el manejo de una actividad con alcances globales como lo es el fútbol, su estructura se basa en un ente central privado – una sombrilla – que agrupa a federaciones nacionales, quienes aparecen como miembros asociados y son a su vez sociedades particulares sin ningún tipo de control público en sus países de origen más allá de aquel que tiene cualquier sociedad privada. Gracias a esto, la FIFA y su modelo de negocio ha tenido la posibilidad de expandirse a lo largo y ancho del planeta sin mayores problemas o conflictos de interés, ya que no tiene grandes fiscalizadores encima.

Así como están las cosas, frente a la eventual ocurrencia de una actividad ilegal en el espectro del fútbol, quienes entrarían a responder son las personas directamente implicadas en el hecho delictivo o a lo sumo la federación nacional en cuya jurisdicción ocurrió el hecho, pero en condiciones normales nunca la FIFA, aun si lo ilegal viniera desde sus entrañas. Sus códigos de conducta y responsabilidad son internos, de modo que – al menos en principio – se encuentra protegida por una especie de fuero de inmunidad.

De otro lado, es claro que el fútbol es el deporte más popular en el mundo, logrando incluso penetrar en ambientes tan hostiles como Estados Unidos o China, donde tradicionalmente ha habido disciplinas más populares y por lo tanto, la memoria histórica y bases culturales asociadas con el balompié no existían. Es tan sencillo y tan claro este deporte, que su práctica no está sujeta a ningún tipo de conflicto de clases o condicionamientos socioeconómicos; pelotas de trapo y canchas de tierras son igual de reales y eficientes que balones sofisticados y escenarios majestuosos. La emoción reside en esa mezcla perfecta entre el misticismo del equipo y la grandeza del talento individual, que cuando se traslada al amor por un equipo o una selección nacional, no tiene límites.

De este modo, cuando se tiene el monopolio de una disciplina con alcances globales, el poder de influenciar de forma efectiva y directa la vida de las personas es enorme, incluso tocando a los gobiernos que aglomeran a dichos actores sociales. En ese punto, el modelo de negocio de la FIFA aprovechó la legitimidad recibida de la gente para expandirse de forma exitosa. Por ejemplo, con el objetivo de “democratizar” el fútbol a través de su promoción en ciertas regiones del planeta e incluso, bajo la premisa de que eso traería desarrollo económico a dichos territorios, la organización ha incrementado de forma dramática la cantidad de torneos tanto a nivel de clubes como de selecciones. Por supuesto, en contraprestación se exige un sinnúmero de prebendas y exenciones tributarias para la organización y los patrocinadores, a cambio de la sede de dichos certámenes. Incluso, Blatter decía en 1999 que bajos los mismos postulados, el mundial de fútbol debería realizarse cada dos años.

En todo caso, la importancia simbólica del fútbol ha generado claros efectos en las mismas condiciones de estabilidad de los estados miembros, ya que este deporte es uno de los pocos fenómenos sociales que logra movilizar gente en bloque, más allá de sus afiliaciones étnicas, políticas o religiosas. No por nada en 1992 la FIFA decidió prohibir que Yugoslavia participara en las competencias europeas de dicha temporada, a propósito de la incipiente guerra en los Balcanes y soportándose en una resolución de Naciones Unidas que imponía sanciones a dicho país.
El fútbol y la FIFA son, por lo tanto, un fenómeno cuyos alcances son realmente globales, ya que tiene la capacidad de ejercer influencia directa sobre las personas sin tener que preocuparse por fronteras o límites de ningún tipo.

¿Hay algo más global que el fútbol, las pasiones que este hermoso deporte despierta, y su máximo rector la FIFA? Tal vez la influencia cultural, económica y política de Estados Unidos. Hoy en día, y a pesar de diversos impases y resistencias, aquel país aún funge como una estructura de poder con la capacidad de expandir su hegemonía más allá de cualquier frontera nacional o particularidad social. Por lo tanto, es entendible que el único que podía meterse en el camino torcido de la vigorosa organización futbolera era otro mega-poder, probablemente con las mismas deficiencias éticas.

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