Bien decía mi tía Teresa que si uno no quiere ganarse enemigos, es mejor no hablar de ciertas cosas. Sin embargo, frente a la coyuntura que actualmente se posa sobre Colombia, la región, y el mundo en general, creo que vale la pena plantear algunas ideas sobre el consumo de marihuana, el matrimonio gay y la eutanasia; asuntos que crispan los nervios de algunos, pero que evidencian que a pesar de todo, nuestra sociedad – local y global – está abriendo su caparazón a la tolerancia de la diferencia y al respeto por la autonomía.
Es bastante probable que algunas susceptibilidades puedan ser heridas con lo aquí expuesto. Sin embargo, escribo como una forma de reconocer la valentía de mucha gente que ha pasado frente a mis narices, algunos grandes amigos y otros meros referentes, y que al enfrentar la descalificación o el ataque frente a sus opciones de vida, me han dado ejemplo respecto de un principio que, en mi opinión, debería constituirse en referente para nuestra humanidad agobiada y doliente: la libertad de hacer lo que a uno se le dé la gana con su vida, desde que no se transgreda la legalidad ni se afecte el ámbito de los derechos de los demás. Y la correlativa obligación de respetar dichas opciones, si uno quiere que luego se las respeten a uno.
A finales de 2013 y luego de grandes debates en el seno de la sociedad civil, el congreso uruguayo aprobó una ley que regula la venta y el consumo de la dosis personal de marihuana. La semana pasada, la Corte Suprema Justicia de Estados Unidos no sólo declaró el matrimonio gay como legal a lo largo y ancho de sus 50 estados, sino que en un ejemplar dictum señaló que este tipo de unión trasciende no sólo la vida de dos personas quieren perpetuar su amor, sino también sus opciones sexuales. Y para no desentonar, en Colombia se ha realizado el primer procedimiento formal y regulado de eutanasia, permitiéndole a un moribundo en estado terminal partir de nuestra realidad en forma pacífica y sin mayores sufrimientos, tanto para él como para su familia.
Estos asuntos, que durante mucho tiempo fueron vistos como contrarios a la ley, a los cánones religiosos, a hasta a la “moral y las buenas costumbres”, hoy en día empiezan a ser valorados por la sociedad de forma alternativa. A medida que la libertad adquiere relevancia en el ámbito normativo – es decir, en nuestras valoraciones sobre el deber ser de las cosas –, lo que en ocasiones se veía con repulsión o reprobación debido a su aparente naturaleza negativa para el entorno, y que por ende se prohibía o se sometía a estricta regulación, hoy empieza a ser ubicado en otro espectro, el de la autonomía personal hacia la toma decisiones propias.
Es por esto que hoy muchos pensamos que la gente tiene derecho a decidir si consume sustancias psicoactivas que tienen los mismos efectos y contraindicaciones que el socialmente celebrado alcohol; hoy muchos reconocemos que dos personas del mismo sexo tienen el derecho de establecer un proyecto de vida de pareja bajo el reconocimiento y la protección de la institución del matrimonio, sea civil o bajo el amparo de un credo religioso; hoy celebramos como fundamental el derecho a morir dignamente, porque ni siquiera lo divino objetaría que sus creaturas no merecen sufrir de forma indigna y desproporcionada en el albor de la muerte. En virtud de lo anterior, habría indicadores de que la sociedad, de una vez por todas, supera el oscurantismo que por tanto tiempo ha atentado contra la naturaleza misma de los hombres y las mujeres.
Infortunadamente, hay quienes siguen oponiéndose a este tipo de transformaciones, las cuales se ven indefectíblemente reflejadas no sólo en la gente sino en las leyes que regulan el comportamiento de las sociedades. Asumiéndose como la médula de la sabiduría y el ombligo de la ética, manifiestan que permitir este tipo de cambios acarrearía nocivas consecuencias a la organización y funcionamiento de las estructuras sociales, y atentaría contra antiguos usos y costumbres que, aparentemente, son los responsables del «maravilloso y homogéneo mundo» en el que hoy vivimos. Justifican su existencia misma y la de las cosas por las que luchan con la necesidad de imponer parámetros sociales rígidos y duraderos, ya que de lo contrario la hecatombe llegaría para ajusticiarnos.
Es cierto, hay una premisa que en principio manda al suelo todo lo que acabo de conjurar: la libertad absoluta del ser humano es una quimera, ya que todos, sin excepción, vivimos dentro de una jaula – sea de oro o de bahareque – llamada sociedad. Aún más, la mayoría ni siquiera llegan a ser lo suficientemente libre para decidir el destino de sus vidas, porque ni siquiera cuentan con los medios y condiciones materiales básicas para sobrevivir y, ahí sí, poder escoger dónde vivir, qué comer, qué estudiar, en que trabajar y cómo ser felices. Sin embargo, de forma paralela e igualmente importante, es preciso garantizar que una vez se pueda, el individuo pueda tomar decisiones libres y autónomas respecto de las personalísimas dimensiones de su vida, que en punto de lo que llamamos dignidad, son imprescindibles.
Aquellos que pretenden restringir los cambios e imponer como regla la inmutabilidad de las estructuras sociales – argumentos como “la familia sólo puede ser compuesta del hombre y la mujer” o “sólo Dios puede disponer de la vida de la gente sin importar nada” bullen de sus bocas –, cargan un miedo infinito dentro de sí; el miedo a tener que aceptar todo por lo que han luchado, y creído ciegamente, aun a costa de la felicidad de los demás, es tan relativo como una moneda de tres pesos.
Y aun así, ellos tienen derecho a expresar su miedo y reprobación a las transformaciones como bien les plazca; eso sí, desde que con ello no le quiten la posibilidad a los otros de ejercer su sagradas opciones de vida, y sobre todo, desde que no abusen de sus eventuales posiciones privilegiadas para imponer; como por ejemplo, si yo fuera Procurador General de la Nación y pretendiera imponer una visión de sociedad conservadora a través de mis excesivas facultades y peor aun, utilizando la bandera de la protección de los derechos humanos. Usar el poder para desequilibrar es tan bajo o más que empuñar un arma para matar o poner una bomba para causar terror.
Otro ejemplo: a mí me parece absolutamente ridículo cuando la gente pone en su foto de perfil de Facebook la marca de agua del arcoíris para manifestar su complacencia con la decisión judicial de la Corte Suprema gringa, o peor aún, panfleticos como el de «je suis charlie» cuando no tienen idea del trasfondo de dicha acción; pero así mismo, yo no tengo el más mínimo derecho de infringir sus prerrogativas de libertad de expresión y de participación cono sujetos políticos, así lo hagan por convicciones opuestas a las mías, por moda, para ganarse simpatías personales, o porque simplemente se les dio la gana.
Eso garantiza que el día que yo decida hacerlo, nadie podrá de igual forma restringir mi autonomía ni mi derecho a expresarme en el sentido que desee, mientras mis actos no afecten los derechos de nadie en particular.
Para terminar, si usted está de acuerdo en que el principio de hacer lo que se le dé la gana debe volverse una brújula que orienta los destinos de su vida, le recomiendo implementar de forma complementaria otro principio que de forma elegante esgrimió el editorialista Juan Esteban Constaín en su columna de la semana pasada en este diario: que le importe cinco el qué dirán.
Pensando en el doctor Carlos Gaviria Díaz, que no le comió cuento ni a fachos ni a mamertos, y bajo el respeto absoluto por las normas vivió en su ley y nos enseñó a entender un poco más al ser humano autónomo.
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