Con la etiqueta “falsos positivos” se mediatizó en el año 2008 un acontecimiento abominable ocurrido en el contexto del conflicto armado colombiano: 22 jóvenes residentes de Soacha, aparentemente reclutados para desarrollar actividades laborales, habían sido asesinados con el fin de hacerlos pasar como guerrilleros muertos en combate.

Aunque parece ser que esta dinámica de ejecuciones extrajudiciales masivas y sistemáticas no es nueva en nuestro país, lo cierto es que los casos recientes – ocurridos entre 2002 y 2008, durante la administración de Álvaro Uribe Vélez – evidencian los niveles de polarización y pobreza ética que rondaron a la institucionalidad de dicha época. Y hay que decirlo claramente, demandan el adelantamiento inmediato de acciones tendientes al esclarecimiento de los hechos, al juzgamiento y sanción de los responsables, y a la reparación de las víctimas –los familiares de aquellos miserablemente sacrificados.

La Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía General de la Nación se encuentra investigando la presunta comisión de dichas ejecuciones extrajudiciales, enfocadas a civiles y cometidas por miembros de las fuerzas militares, que  con el objetivo de mostrar resultados en su lucha contra la insurgencia buscaron hacerlos pasar por guerrilleros muertos en combate, bajo la incipiente presión del gobierno de turno respecto de la imperiosa necesidad de la derrota militar del oponente.

Las cifras hablan por sí solas: durante el período antes mencionado esta macabra práctica tuvo como resultado el ajusticiamiento inerme de alrededor de 2400 civiles; hay por lo tanto 41 brigadas relacionadas, 180 batallones directamente involucrados y 5100 miembros de la fuerza pública investigados, de los cuales hay 17 altos oficiales incluyendo a 4 generales de la república.

Bajo dicho contexto, el último informe emitido por la organización no gubernamental de derechos humanos Human Rights Watch arroja una serie conclusiones fundamentales para el análisis de este fenómeno:

  1. Se trató de una práctica cometida a lo largo y ancho del país durante un período de tiempo concreto, de ahí que pueda ser catalogada como masiva y sistemática.
  2. Hay altos mandos de las fuerzas militares involucrados, debido a que bajo el supuesto de la existencia de una cadena de mando así como por las circunstancias propias de los hechos, era imposible que aquellos no supieran o que lo sucedido estuviera fuera de su control.
  3. Adicional al hecho de tratarse de víctimas civiles, las personas sacrificadas tenían características propias de una condición de especial vulnerabilidad, que fue aprovechada por sus perpetradores: jóvenes de bajos ingresos, desempleados, y en ocasiones con problemas de integración social y adicción, que caían en la trampa frente a falsas oportunidades de obtener ingresos.
  4. De forma recurrente se han presentado presiones a los fiscales que llevan los casos en la jurisdicción penal ordinaria, a los familiares de víctimas y a sus abogados representantes. Esto, con el objetivo de obstaculizar el establecimiento de responsabilidades y certezas.

A partir de las tesis anteriormente planteadas, considero importante desarrollar una serie de apreciaciones respecto de un punto fundamental de cara al esclarecimiento de los hechos, teniendo en cuenta que, querámoslo o no, aquellos ocurrieron en el contexto del conflicto armado interno:

Primero, ¿se trata de un simple caso de unas cuantas manzanas podridas o nos enfrentamos a la brutal realidad de una práctica consentida desde la institucionalidad?y segundo, ¿cuáles son los retos a los que se enfrenta la resolución del caso de los  falsos positivos de cara a la eventual consecución de la paz y el postconflicto?

Siendo consecuente con el informe publicado por la organización a la que representa, José Miguel Vivanco (director de la división ejecutiva de HRW para América Latina) ha sugerido que los hechos evidencian una práctica institucional que hace parte de la naturaleza misma de unas fuerzas militares, sin suficientes mecanismos de control.

Y es que lo anterior, aunado a la presión que el gobierno le impuso a la institución – tanto por las permanentes declaraciones de los funcionarios públicos pidiendo resultados, como por las grandes inversiones hechas en su modernización y el mejoramiento de la calidad de condiciones laborales de las fuerzasmilitares –, invita a pensar que en efecto, hay grietas internas. Todo esto habría llevado a que algunos decidieran traicionar su juramento de proteger la vida e integridad de todos los ciudadanos del país por miedo a ser reprendidos por sus superiores, y a que otros encontraran un espacio de impunidad para cometer delitos atroces, ya fuera a conciencia propia o a partir de peticiones externas.

Quiero dejar algo muy claro: la legitimidad y necesidad de nuestras fuerzas militares no puede ponerse en duda, pero sí se trata de un caso que invita a la reflexión sobre su naturaleza y papel en el país. Los falsos positivos fueron un ataque contra el honor de la institución, y es doloroso que dicha instancia, que en virtud de la constitución debe defender la democracia y el cumplimiento de las leyes frente a las vías de hecho, tenga que atravesar por semejante crisis. Y peor aún, que sea por culpa del tenebroso concurso que se produjo entre intereses particulares y una estructura cuyas falencias en materia de control generaron la tendencia a facilitar la comisión de delitos bajo impunidad.

En esa línea, hoy en día discursos como el de la doctrina de seguridad nacional y el uso preventivo de la fuerza se antojan trasnochados y ajenos a las necesidades del país. Colombia requiere unas fuerzas militares cercanas a la gente, y conscientes que su papel de garantes en las transformaciones estructurales propias del postconflicto se deben llevar a cabo de forma exitosa, evitando convertirse en un obstáculo para la paz, como infortunadamente quisieran las huestes de la extrema derecha.

Las ejecuciones extrajudiciales, propias de los falsos positivos, infortunadamente no escapan de la realidad y los móviles del conflicto armado interno. Sin embargo, la resolución de las investigaciones y sus correspondientes procesos penales deben salir a flote prontamente y preservando todas las garantías judiciales para las víctimas, porque de lo contrario habrá un sinnúmero de casos ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, y Colombia tendrá que enfrentar de nuevo consecuencias a nivel internacional.

Algo crucial en este asunto es el derecho a la verdad que tienen los familiares de aquellos que fueron sacrificados. Más allá de la imposición de penas ejemplares, estas personas merecen saber de qué forma sucedieron las ejecuciones, cuáles fueron los motivos particulares de sus autores intelectuales y materiales, y sobretodo, esclarecer si este fenómeno se trató o no de una política de estado. La Corte Penal Internacional debe tener los ojos bien abiertos y los oídos agudos.

Al final, quisiera decir a título personal que no creo que haya mucha diferencia entre el incidente de los falsos positivos y las desapariciones forzadas que azotaron a la región con ocasión de las dictaduras militares en el cono sur a finales del siglo XX. Puede que hayan sido sólo unos cuantos los que desde la institucionalidad patrocinaron o toleraron los falsos positivos; pero «esos cuantos» no nos pueden venir a decir que, aun cuando tenían una posición de control clara en la estructura militar o de gobierno, no se enteraron de lo que sucedía.

Las heridas y cicatrices que han dejado los falsos positivos serán difíciles de sanar, pero por lo menos la sociedad civil tendrá la posibilidad de reconocer la brutalidad de esta práctica y le podrá recordar a sus generaciones futuras a lo que jamás deberán llegar, si se logra llegar a satisfacer de forma óptima la justica, la verdad y la reparación alrededor de este caso.

Y hablando de falsos positivos y de la Fiscalía…

Creo que hay que darle un margen de espera a esta institución para que explique de forma clara y extensa las capturas e imputaciones que hizo la semana pasada respecto de los presuntos milicianos del ELN, que en su vida diaria fungen como funcionarios públicos del distrito y como activistas en asuntos de género y equidad social. Como persona que ha dedicado parte de su vida a trabajar por la defensa de los derechos humanos, espero que esta situación se aclare de forma pronta, y que los responsables de los hechos que se les imputan a estas personas, sean quienes sean, respondan bajo un marco de garantías judiciales suficientes. Es decir, si en efecto fueron ellos, que les caiga todo el peso de la ley y reciban una sanción proporcional y ejemplarizante, pero si no, que se establezcan responsabilidades no sólo por los delitos imputados, sino por el craso error judicial que se habría cometido.

Si se llegase a establecer que todo este asunto se trató de un montaje doloso o un error de valoración con el fin de presentar resultados prontos frente a los hechos de terrorismo acaecidos hace algunas semanas en Bogotá, nos encontraríamos frente a una situación gravísima. Esto no sólo confirmaría lo que muchas personas han sostenido respecto a la persecución sistemática que hay en contra de los activistas de derechos humanos, sino que demandaría el adelantamiento de decididas acciones por parte del gobierno y la sociedad civil.

Este es también un llamado a los medios, a que sean responsables con el manejo de este tipo de casos y que no estigmaticen a personas que están siendo investigadas y sobre las cuales aun no hay certezas fácticas y mucho menos, condenas en firme. El afán por ganar lectores, televidentes u oyentes a través de la exhibición tendenciosa de sucesos pendientes no conduce sino a la pérdida de credibilidad. Sin dejar de informar, es recomendable respetar los tiempos de los procesos judiciales, que deben ser los verdaderos jueces.

Amanecerá y veremos.

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