Luego de tanta tinta que se ha regado respecto del incidente limítrofe entre Colombia y Venezuela, creo que es bueno dejar los nacionalismos exacerbados a un lado. Es mejor y más justo enfocarse en lo que le sucede a nuestros semejantes; aquellas personas que por cosas del destino nacieron en un lado de la frontera, pero que por distintos motivos decidieron -o se vieron forzados a- buscar una mejor calidad de vida para ellos y los suyos al otro lado.

Ellos, quienes son los que han tenido que sufrir el drama de dejar de forma súbita su cotidianeidad y opciones personales, para tener que someterse a la incertidumbre del nuevo comienzo en un lugar que, querámoslo aceptar o no, originalmente los despreció o no les brindó las condiciones suficientes para haberse quedado . Esto no quiere decir que Venezuela haya sido un camino de rosas para ellos, pero lo cierto es que independientemente del contexto, las migraciones forzadas traen consigo consecuencias que son difíciles de imaginar para quienes, muy cómodos desde nuestras posiciones tranquilas y distantes, podemos ejercer de forma efectiva nuestros derechos y libertades, que falsamente se venden como inherentes y universales.

La migración forzada y sus efectos devastadores en la dignidad de la gente son un fenómeno global, y contrario a lo que muchos alegan, van mucho más allá de ser un problema generado por conflictos armados, incidentes político-diplomáticos o violencia en general. Sus causas son mucho más complejas y sus efectos resultan, sin duda, impredecibles. Para la muestra algunos botones:

Como es bien conocido, Grecia es una nación castigada por una profunda crisis económica y una indolente membresía europea que principalmente le ha dejado pérdidas y sufrimientos. Como consecuencia de lo anterior, millones de griegos se encuentran dispersos a lo largo y ancho del globo, tratando de encontrar las oportunidades que su país ya no puede darles. Lo curioso es que de forma paralela con dicha diáspora, en la actualidad su territorio se encuentra desbordado por la llegada de embarcaciones cargadas de sirios, afganos e iraquíes que tratan de escapar de la guerras civiles que tiene lugar en sus países. Dichos conflictos, a pesar de ser inicialmente desencadenados por la intolerancia religiosa de sectas extremistas locales, en gran medida son producto de la intervención de naciones de occidente que buscan acceder al control de recursos naturales preciados para el normal funcionamiento del sistema capitalista global del cual son directos beneficiarios.

Canadá, un país erigido como nación desarrollada y próspera por personas venidas de todos los confines de la tierra, y que tradicionalmente fue coherente con su historia a la hora de fijar las condiciones de ingreso y establecimiento de extranjeros en su territorio, hoy en día endurece progresivamente sus políticas migratorias  y debilita las condiciones básicas de subsistencia de miles de personas que se encuentran bajo situación irregular. El miedo que muchos canadienses blancos expresan respecto de los efectos nocivos que los migrantes aparentemente le generan a la economía y la seguridad nacional, contrasta fuertemente con el hecho que de aquellos mismos tienen amigables niñeras filipinas para sus hijos, destapan sus baños gracias a laboriosos plomeros polacos, y presumen de hermosos backyards atendidos por los laboriosos jardineros mexicanos.

Estados Unidos, una nación heterogénea y diversa, corre el riesgo cierto de llegar a ser gobernada por un tipo que, producto de la cultura de la adoración irracional del consumismo y el egoísmo libertario, manifiesta abiertamente su animadversión por los inmigrantes latinos que se encuentran en situación irregular y propone como proyecto político nacional su deportación masiva y la construcción de un muro que cierre definitívamente la frontera con México. Su privilegiada posición en las encuestas del partido republicano no sólo revela que dicho país adolesce memoria histórica, sino que hay muchos estadounidenses que están de acuerdo con su predisposición esencial hacia la migración y los migrantes, ya que creen firmemente en que dicho fenómeno y dichas personas son los causantes de sus problemas sociales y económicos. Olvidan un pequeño detalle, ellos mismos son el producto de masivos procesos de desarraigo y expulsión.

Aun cuando estos países alegan que la mayoría de dichos casos son incidentes de migración voluntaria que no implican ningún tipo de obligación de recepción o asimilación, lo cierto es que no hay mayor coerción que el hambre y la pobreza para que una persona busque sobrevivir en otro lugar. La amalgama subterránea entre problemas estructurales de inequidad e incidentes puntuales de violencia directa es inclemente a la hora de ensañarse con la misma supervivencia de la gente, y es por eso que se decide migrar. Cuando se toca el instinto de supervivencia de los seres humanos, el resultado es precísamente el movimiento, no sólo para escapar de lo que nos atormenta sino para encontrar alterntivas y redenciones. En frente de dicho drama, el poder disuelto en lo que conocemos como estados y comunidad internacional responde de forma impersonal y brutal a través de fórmulas grises: tenemos el derecho de establecer quién puede entrar a nuestro territorio y quién puede quedarse. Así, cualquier pretensión de humanidad y solidaridad pierde cualquier sustento.