El 2 de mayo de 2002 será recordado por una de las más sórdidas y horribles escenas de muerte que el conflicto interno colombiano haya parido en sus más de cincuenta años de lúgubre vida: la masacre de Bojayá. En aquella ocasión, el fuego cruzado entre guerrilla y paramilitares se robó la vida de 119 personas – en su mayoría mujeres y niños, que se refugiaban debajo del altar de la iglesia del pueblo – y frustró el provenir de toda una comunidad, sometida sin saber por qué a la mala fortuna por el simple hecho de haber nacido pobre e indefensa.
En una macabra jugada del destino, el viento hizo que una de las bombas lanzadas en medio de las hostilidades variara ligeramente su trayectoria y cayera encima del templo. Un cristo mutilado, pedazos de cuerpos regados por el piso, lastimeros quejidos de pena y tristeza sin par fue lo que quedó. A los ojos de la justicia, hay responsables individualizados. Pero desde la perspectiva de la verdad, poco importa quién fue el que la lanzó, ya que al fin y al cabo todos y cada uno de los que durante tanto tiempo alimentaron esta guerra son culpables.
Este es un recuerdo que con amargura resulta inolvidable. Es una imagen que con el tiempo se convertiría en el símbolo de la violencia fratricida y las profundas desigualdades sociales que han permeado nuestra historia reciente como nación fallida. Se trata de un caso de dolor y odio que en su momento se vio como infranqueable y sin solución más allá de la guerra irracional; o visto desde otro punto de vista, como una situación en la que sólo la victoria final de uno de los adversarios y la correspondiente aniquilación del otro, podrían traer consigo una solución definitiva, sin importar los costos de dicha dinámica.
Cinco años después – mayo de 2007–, mis labores como consultor de una organización internacional me llevaban a aterrizar a un costado del río Atrato, muy cerca de lo que quedaba de aquel pueblo miserable, y con el fin de dar cuenta del destino de dichas gentes infortunadas. Luego del impacto mediático inicial y la llegada oportunista de buitres politiqueros, la imagen simbólica de Bojayá se había diluido en el olvido que la cotidianeidad de la violencia conlleva, así como en la polarización que la llegada al poder de la extrema derecha le había traído al país: o está conmigo o está contra mí.
Sentado al borde de un afluente del río junto a un líder comunitario – desplazado con ocasión de dicha masacre y quien tuvo que enterrar a varios familiares que se encontraban en el lugar de la explosión principal –, reflexionábamos sobre la utopía que, en ese momento, la paz representaba para él y para los suyos. Luego de la tragedia las fuerzas militares habían llegado a pacificar la zona, y si bien ya no había combates cerca al casco urbano del pueblo, el ambiente de miedo que tanta fuerza pública desplegada generaba era inmanejable. Igualmente, las autoridades públicas habían construido un nuevo pueblo, lleno de casas perfectas y calles simétricas, con el fin reparar las pérdidas materiales sufridas por la violencia desmedida de los combates; sin embargo, aquel lugar estaba tan distante a su modo de vida y costumbres tradicionales, que para ellos no había motivo para sentirse reparados.
¿Es esta la paz a la que tenemos derecho los colombianos, o mejor, a la que debemos acomodarnos las víctimas? – se preguntaba el líder. ¿Acaso la mera ausencia de violencia física y la provisión de un puñado de ladrillos y tejas eran suficientes insumos para curar las heridas del pasado y construir un futuro mejor? ¿Violencia resuelta con más violencia? En medio de la lógica sencilla de quien había dedicado su vida a convivir con y en el campo, habitaba la verdad y la sabiduría de quien ha tenido que vivir en carne propia la guerra y quien de la misma forma tiene más claro que nadie lo que la paz debería representar en un país como el nuestro. Él se imaginaba más bien una sociedad en la que el diálogo y el perdón sincero habían superado los odios y rencores inmemoriales. Pensaba que la reconciliación no sólo dependía del castigo de quienes empuñaron un fusil para matar y desplazar, pero también del desagravio de quienes durante décadas habían pasado hambre, no habían podido ir a la escuela o no tenían una tierra que trabajar o dónde ser enterrados. Añoraba un lugar donde las diferencias fueran asumidas como parte de lo que nos une como especie, en vez de ser aprovechadas como motivos para descalificar y eliminar. Por supuesto, en mayo de 2007 esa Colombia se antojaba utópica y como sacada de un universo paralelo.
Puede que hoy en día, septiembre de 2015, la paz vista desde los ojos de dicho líder desplazado siga siendo una utopía, pero por lo menos hay un motivo para tener esperanza. En su gran mayoría, los colombianos miramos con optimismo el anuncio hecho por el presidente Santos respecto del inicio del fin del conflicto interno con las Farc, y más aún, verificamos que a pesar de lo que muchos han tratado de vender como una verdad inobjetable, si es posible pensar en una finalización de hostilidades que cumpla con las exigencias propias de la justicia, la verdad y la reparación sin que aquello penda de un proceso eminentemente militar. Es decir, que podamos empezar a trabajar por lo que tal vez algún día nuestros hijos van a asumir como natural: una sociedad que rechaza de forma diametral la violencia, tanto directa como estructural, y que mira al pasado – cincuenta años mal contados de violencia fratricida y profundas desigualdades sociales – sin olvidar que tiene un futuro amplio por delante.
Muchos son los retos que nuestra justicia transicional acarreará a las autoridades públicas y la ciudadanía, ya que la tarea de llevar a cabo la obra transformadora del postconflicto se antoja como un proceso a largo plazo – casi que generacional. Sin embargo, la primera piedra de la obra – la más pesada, la más dura de transportar y ubicar como cimiento – ya se empieza a tallar. En este momento, lo que dicha acción requiere es apoyo y paciencia. De alguna forma, si lo que se veía como utópico parece ahora como muy difícil, eso ya es un avance que merece confianza y votos de apoyo. A diferencia de procesos anteriores, en los que se pretendieron buscar soluciones a la fuerza o que acrecentaran los abismos sociales, este parte de aceptar que independientemente de quienes fuimos, de quienes somos, y de quienes seremos, todos somos colombianos y merecemos – al menos – un pedacito de tierra en paz que podamos sentir como nuestra patria. Vamos para adelante.