Cada vez es más frecuente oír que el hijo de Sutanito se fue a vivir a Canadá, a trabajar en la industria petrolera; que a la hermana de Menganito y su familia acaban de recibir la nacionalidad canadiense luego de tener muchos puntos un largo proceso de selección; o que Fulanito envía fotos felices bajo la nieve, en las que su sonrisa se confunde con la pila de sacos, chaquetas y bufandas que se deben usar durante el invierno del país de la hoja de arce.
En resumidas cuentas, pareciera ser que Canadá se ha convertido en una de las “tierras prometidas” modernas para aquellos colombianos que, cansados de la situación del país, faltos de oportunidades o simplemente ávidos de nuevos aires, deciden probar suerte y desarrollar sus vidas en otras latitudes. De la misma forma en que hace algunos años muchos compatriotas llegaron a este país escapando de la violencia y las persecuciones generadas con ocasión de su agravamiento, hoy en día los niveles de flujos migratorios desde Colombia son considerables.
Durante un viaje por el metro de Toronto, por ejemplo, es muy frecuente sentirse identificado con un acento cálido de dos compatriotas que charlan sobre lo que está sucediendo en el país con el proceso de paz, o incluso recordar viejos tiempos al reconocer la mochilas arhuacas o sacos con el emblema de Juan Valdez. Es tal la cantidad de colombianos que hay por aquí, que hay una pequeña ciudad de la provincia de Ontario a la que se conoce popularmente como “Londombia”.
No es fortuito entonces que hoy en día abunden agencias especializadas en asesorar a quienes desean emigrar a Canadá, ofreciendo posibilidades que van desde la vinculación a programas especiales que el gobierno de dicho país ofrece para profesionales calificados o familias jóvenes, hasta el desarrollo de estudios superiores que permiten luego poder optar por permisos de trabajo y residencia permanente. La oferta de alternativas es numerosa y con seguridad, si se hiciera un estudio, se confirmaría que cada vez más colombianos, de distintos niveles socioeconómicos, están pensando seriamente en esta alternativa.
Y es que la imagen que se tiene de Canadá en nuestro país es muy parecida a la que se tenía de los Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX: el país de la libertad y la igualdad, donde hay seguridad y estabilidad, y en el que hay oportunidades inagotables a nivel laboral y tolerancia a quienes llegan para establecerse. En esa medida, cada vez que con mi mujer vamos a Colombia y nos vemos con la familia y los amigos, es cuando menos curioso para muchos que, al preguntarnos si queremos quedarnos en dicho país, nosotros nos miremos y respondamos que la cosa no es tan sencilla como parece.
Sin duda alguna, Canadá es uno de los pocos lugares en el mundo que se ofrece como un reducto generalmente abierto a la recepción de migrantes. Ávido especialmente de personas jóvenes y calificadas que quieran hacer parte del proceso de poblamiento de un país con mucha gente mayor, y cuyo territorio es en su mayoría despoblado debido a las adversas condiciones climáticas. Además, se trata de una democracia estable en la que tradicionalmente ha primado el respeto por los derechos humanos, el pluralismo y la diversidad. Sus ciudades son modernas urbes con eficientes sistemas de transporte, educación pública de calidad, y acceso a servicios sociales y de recreación. En esa medida, es entendible que cuando se piensa en todas las dificultades a nivel socioeconómico y problemas estructurales que arrastra Colombia, esta se antoja como una opción atractiva para muchos de los nuestros.
Sin embargo, detrás de la imagen noble y abierta que ofrece Canadá para los inmigrantes, también hay elementos que condicionan la posibilidad de pensar en cumplir con lo que para muchos es el sueño de un mejor porvenir. Elementos que deben tenerse en cuenta a la hora de tomar decisiones de este tipo, que son profundas y con carácter permanente.
Canadá no escapa de la crisis económica global, y a pesar de sus comprobadas reservas de petróleo, pujante industria extractiva e inagotables recursos naturales, también ha sentido el embate de la escasez y la necesidad de apretar el cinturón. De forma natural, los principales damnificados en un proceso de ajuste fiscal son quienes aparecen como competidores de los “ciudadanos de pleno derecho”; es decir, los settlers – los canadienses blancos, propietarios y con historia en el territorio. Bajo dicho contexto, muchos programas sociales que favorecían de forma generosa a los recién llegados han sido recortados, o condicionados a que se cuente con un empleo formal en vez de tratarse de un apoyo para quienes han arribado y están en la búsqueda de trabajo.
Ahí viene un segundo inconveniente; ya no hay tantas vacantes como antes, y los trabajos que hay se encuentran incrustados en sectores muy específicos. Es decir, en áreas en las que hay deficiencia de personal, y especialmente en materia técnica y en menor medida lo relacionado con el sector extractivo. Lo anterior es muy positivo y sin duda podría encajar con el perfil de muchos compatriotas, pero hay que dejar claro que consecuentemente, no se trata de un espacio abierto a cualquier persona y sus deseos de desarrollar un proyecto de vida autónomo, sino que hay más bien que adaptarse a las necesidades de una nación. Para los abogados, médicos, economistas y artistas, la cosa está entre venir y dedicarse a otra cosa diferente a la de sus estudios, o mirar para otro lado.
En la misma línea, hay que dejar en claro algo más: los programas patrocinados por el gobierno canadiense para que profesionales y familias emigren no garantizan de entrada un trabajo, sino que consisten en el otorgamiento de los documentos de residencia y una serie de subsidios temporales, mientras las personas se adaptan al nuevo ambiente y se vinculan a una actividad laboral. Hay casos en los cuales ha habido suerte y las personas muy pronto están trabajando, ganan bien y hay buenas perspectivas, así como otros en los que luego de mucho tiempo, lo único que hay es frustración e incertidumbre frente al final de las ayudas sociales. Como todo, es una apuesta en la que se asumen niveles de riesgo reales.
De otro lado, es innegable que para una familia con niños, Canadá se presenta como el mejor lugar para que ellos crezcan tranquilos, libres de pensamiento, y con opciones a nivel educativo. No hay necesidad de vivir en conjuntos cerrados para que ellos puedan disfrutar de un parque, de convivir con la naturaleza y la compañía de otros niños. No hay mejor colegio que el que ofrece el Estado de forma gratuita, y a la universidad se accede por méritos y sin problemas de financiación. De hecho, la mayoría de los jóvenes pagan por sus estudios no porque sus padres no puedan, sino como una forma de aprender las responsabilidades propias del manejo del dinero.
Ahora, para concluir, hay un asunto que hay que dejar presente. Si usted es de aquellos que valora la calidez del colombiano, y que siente una aprehensión especial por la posibilidad de socializar y generar círculos de amistad y familia fuertes, creo que este país no es el mejor lugar para usted. Los canadienses son las personas más amables y polite del mundo, pero así mismo han sido criados bajo exacerbados parámetros individualistas y liberales del mundo occidental. En esa medida, la gente no se mira en la calle, y casi todas las relaciones interpersonales están sustentadas en una agenda particular o una dinámica costo-beneficio. El respeto absoluto por la ley y los derechos de los demás contrasta con las dificultades que hay a nivel de generación de conciencia social y comunidad. Por eso es que cuando llega el invierno – que dura la mitad del año –, aquí se dice que si no se tiene un buen abrigo y una buena compañía, la temporada va a ser difícil. Menos mal yo tengo ambas (un abrigo de plumas y una maravillosa compañera de vida que se llama Claudia), mientras regreso a mi querida Colombia a seguir buscando la quimera del lugar perfecto para vivir.